Decía Aristóteles en su Poética que la tragedia no debía desafiar los valores sociales; su rol catártico tenía lugar al espectador mirarse en el espejo de los horrores acontecidos a los personajes, expresión del orden natural de las cosas.
El espectador contempla el hacer de los dioses sobre los hombres y las mujeres, tal vez conmovido por tanto sufrimiento, sin dudar de su inevitabilidad. Para bien del mundo, Edipo debe pagar la falta que ni siquiera sabía que había cometido, el incesto con su madre. Antígona, otro personaje de Sófocles, desobedece las leyes; la joven muere defendiendo las tradiciones y la familia. Se enfrenta al autoritarismo, lo hace a nombre de valores considerados superiores y enfrenta la muerte: una mujer no debe desafiar ningún bastión patriarcal. La lucha entre antiguos y nuevos valores recorre las tragedias griegas; no obstante, vulnerar el delicado equilibrio entre hombres, dioses, polis, reyes, hombres y mujeres acarrea males. El poder ha de ser respetado; su caída es obra de los dioses, no de los hombres.
El consejo de Aristóteles hace más de dos milenios podría traducirse del siguiente modo: evitar el enfrentamiento con el poder ahorra complicaciones. Un magnífico ejemplo de esta aseveración es el Satiricón, de Petronio. En El poder del mito, Joseph Campbell pondera de este su cualidad restauradora del sentido de la existencia, continuidad del pasado y promesa del futuro. Satiricón no restaura, señala las terribles limitaciones del orden real de los hombres y mujeres, desprovisto de altura épica y trágica. Es una llamada a burlarse de la hipocresía tras los valores sagrados del imperio romano. Si Platón en La República cuestionó el llanto del héroe Aquiles, una salida afeminada cuyo mal gusto corromperá a las juventudes guerreras, no cuesta imaginarse qué hubiera pensado de Gitón, personaje de Petronio. Con el, si se quiere, noble fin de que los demás no se peleen por su miembro, el adolescente amenaza con cortárselo: sus amantes gritan “no” al unísono. Ni hablar de la resignación de la parentela de un noble romano ante su última voluntad: quien quiera disfrutar de su herencia ha de comerse su cadáver.
El libro incompleto de este autor romano, regio antecedente de la novela, despierta la risa, la ironía, el desprecio y las ganas de llevarse por delante a semejante sociedad. El equilibrio del mundo, si es que tal equilibrio es algo más que una invención conservadora, ha sido roto y la amargura sobreviene. Nada más alejado de las intenciones de perfectibilidad humana que esta literatura que rehúye del atractivo del mito. Desde luego, Petronio, en problemas con el poder romano, no tenía nada que perder. Muy distinta fue la situación de Virgilio, escritor de La Eneida, una obra por encargo de Augusto, el César. En esta epopeya, Virgilio le concede a los orígenes de la ciudad la estatura mítica deseada por su mecenas. De hecho, Augusto aparece en su Eneida, profetizado como un varón superior que llevará a Roma a la mayor de sus glorias. Ante el divino César y la divina Roma, genuflexión, héroes sobrehumanos y buena pluma.
En cambio, desde la Ilustración, el mayor bien de un hombre o mujer dedicados a la literatura, en particular al drama y a la novela, es el de emular a Petronio en su voluntad de demolición de las vanidades del poder. Comienza la lucha abierta entre escritores y el poder económico, político y cultural, en pos del interés superior de la libertad, la verdad y la entronización del individuo. El valor de la literatura se fundaba en la crítica tenaz del presente, no solo en Europa o Estados Unidos sino igualmente en la América hispana. Conseguida la independencia política, la literatura ventilará la crítica de la herencia de la colonia y las contradicciones de la modernidad en ciernes. No es de extrañar que abunden los exilios en el siglo XIX, casos de José Martí y Domingo Faustino Sarmiento: incomodar era el santo y seña. En esta misma época, la herencia rebelde de la literatura se potenció con la entrada de las mujeres y se prolongó hasta hoy, cuando somos testigos de un inusitado número de ellas escribiendo alrededor del mundo, dispuestas a exprimir todos los recursos estéticos para señalar los puntos negros de la vida.
No obstante, la herencia de rebeldía de la literatura ha sido puesta en cuestión, paradójicamente, desde las escuelas de Letras y los departamentos de literatura. La idea misma de canon, repertorios de textos valiosos y dignos de ser transmitidos de generación y generación, ha sido radicalmente cuestionada: literatura es lo que las élites dicen que es, y su valor no pasa de la eficacia de la legitimación del mercado, la educación formal y las políticas culturales, señala Terry Eagleton en Una introducción a la teoría literaria. Desde esta perspectiva, leer a Vargas Llosa o a Selva Almada no tiene nada de subversivo; subversivas, dirían una joven feminista, son las chicas que cantan “Un violador en tu camino” en los cinco continentes.
¿La desmitificación de la literatura como práctica cultural la ha domesticado? Hace cien años, no llegar al éxito podía considerarse una virtud de cara a la posteridad; hoy en día, no tener éxito literario puede significar haber perdido el tiempo en una actividad elitista. ¿Para qué embarcarse en semejante empresa? El gran escritor de esta época es George R. R. Martin, creador de la saga Canción de hielo y fuego, que dio pie a la exitosa serie Juego de tronos; J.K. Rowling entra también en esta categoría con su imbatible personaje Harry Potter. Son escritores de una tribu mundial que se ha visto interpretada, tal como ha ocurrido con el ciclo de películas de la La guerra de las galaxias, fundada en mitos heroicos de enorme arraigo.
El centenario de la publicación Ulises, de James Joyce, el anti-mito por excelencia, ha sido apenas una celebración de profesores, editores y escritores, lo cual no deja de provocarme una enorme nostalgia, la de la época en que los novelistas, poetas y dramaturgos eran verdaderos héroes culturales. Todo pasa. ¿La herencia de Petronio sucumbe ante la herencia épica de los héroes que restauran el orden del mundo? No sucumbe: sigue y nada indica que se extinguirá. Necesitamos el realismo brutal que nos deja desnudos frente al mundo. Mi escena favorita de The Matrix es aquella en la que Neo es desconectado de la peligrosa fuente del simulacro, la matriz, y casi muere de susto. Así tenga que convertirse él mismo en mito, así la rebeldía de Neo responda a necesidades del propio sistema, nada más humano que la desnudez sin consuelo y la invención de nuevos sentidos para seguir viviendo. Por eso leo a Mariana Enríquez, a Valeria Luiselli, a Ariana Harwicz y a Benjamín Labatub, para desconectarme de mis propias certezas y volver a construirlas.
Fuente: Letras Libres.