La filosofía encerrada: cuando el pensamiento crítico queda en las academias y la vida cotidiana se llena de gurús de bolsillo

Por: Osvaldo Gonzalez Iglesias

En un mundo hiperconectado, saturado de mensajes motivacionales y frases de autoayuda en redes sociales, la filosofía —ese arte milenario de interrogar la realidad y examinar la vida— parece confinada a las aulas universitarias y a publicaciones académicas inaccesibles para la mayoría. Mientras tanto, un ejército de “iluminados” difunde consejos banales sobre cómo vivir, pensar o sentir, sin el sustento reflexivo ni la profundidad crítica que caracteriza al verdadero pensamiento filosófico.

Del Ágora a la torre de marfil
En su origen, la filosofía no era patrimonio de claustros especializados. Sócrates dialogaba en las plazas de Atenas; Séneca escribía cartas que combinaban reflexión moral y orientación práctica; Confucio enseñaba en mercados y templos. Eran tiempos en los que la pregunta por el sentido, la justicia o la virtud formaba parte de la conversación ciudadana.

Sin embargo, a medida que la filosofía se institucionalizó en Occidente, especialmente desde el siglo XIX, se fue encerrando en un lenguaje técnico, cargado de referencias internas y marcos teóricos complejos. Las universidades, centros de investigación y revistas científicas convirtieron la filosofía en una disciplina que habla principalmente a sus pares. El resultado: una desconexión progresiva con la vida común.

La irrupción de los gurús de la simplicidad
El vacío dejado por una filosofía poco presente en la esfera pública fue ocupado por una industria multimillonaria de autoayuda, coaching y “sabiduría exprés”. En plataformas como TikTok o Instagram, abundan videos de 30 segundos que prometen “tres pasos para la felicidad” o “el secreto para alcanzar el éxito en 21 días”.

El problema no es que la gente busque orientaciones para vivir mejor —una necesidad legítima—, sino que muchas de estas fórmulas simplifican en exceso la complejidad humana, apelando más a la emoción instantánea que a la reflexión profunda. Y, en algunos casos, promueven visiones individualistas o incluso culpabilizadoras (“si no eres feliz, es porque no lo intentas lo suficiente”).

Filosofía y vida práctica: un divorcio innecesario
Especialistas consultados coinciden en que la filosofía tiene herramientas poderosas para abordar la cotidianeidad. La ética ayuda a tomar decisiones responsables; la lógica, a detectar falacias en discursos políticos o publicitarios; la filosofía política, a comprender estructuras de poder; y la estética, a cuestionar los criterios con los que valoramos lo bello.

Sin embargo, la ausencia de puentes entre la academia y el gran público perpetúa la idea de que la filosofía es abstracta, inútil o reservada para “intelectuales”. “La filosofía debería estar en la calle, no solo en los congresos”, afirma Mariana Corral, doctora en Filosofía y divulgadora. “Su función es ayudar a vivir mejor, no únicamente producir papers”.

¿Es posible una filosofía popular sin caer en la banalidad?
La respuesta, según varios filósofos y educadores, es sí. Ejemplos recientes lo confirman: proyectos de filosofía para niños que enseñan a argumentar y escuchar; programas de radio y pódcast que abordan temas cotidianos desde la perspectiva filosófica; y talleres comunitarios que combinan lectura de clásicos con debate sobre problemas actuales.

La clave, señalan, está en evitar el lenguaje hermético sin perder el rigor. El reto es enorme: simplificar no significa trivializar, y divulgar no es lo mismo que reducir a eslóganes.

El desafío pendiente
Mientras los gurús digitales acumulan millones de seguidores, la filosofía enfrenta la tarea de recuperar su espacio en la conversación diaria. No como un recetario de máximas motivacionales, sino como una invitación a pensar críticamente, a poner en duda lo obvio, a reconocer la complejidad y a aceptar que no siempre hay respuestas rápidas.

En palabras de Albert Camus, “pensar es, ante todo, aprender a vivir”. Quizá el problema no sea que la filosofía esté encerrada en las academias, sino que el resto de la sociedad ha olvidado que es su derecho —y su responsabilidad— participar de ella.

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