Debate y Convergencia

Baudelaire: un maldito entre las flores

Charles Baudelaire… cómo hablar de este maldito sin ensuciar la poesía, sin caer en la provocación y el escándalo de preferir la soledad en vez de la vida, el humo en vez del aire, el dinero real en vez del falso. Su existencia no difiere mucho de su prosa. Es tan cercana como la mirada y el objeto.

Desgajado de su amor paterno, a los siete años se siente sin suelo bajo sus pies, pues otro ídolo al que miraba con reverencia y a quien dirigía sus letanías, ha muerto: su madre contrae nupcias con un soldado.  Debido a esto, todo el amor incestuoso que sentía hacia su progenitora lo lleva a cortar toda relación filial y así se produce la primera grieta en su espíritu, o para entrar en su juego, el Spleen.

No soporta que su madre se case por segunda vez, y alega en su lógica oscura y en primera persona “Cuando se tiene un hijo como yo, uno no vuelve a casarse”. Este tête à tête materno se ha roto como un espejo en mil pedazos. Desde este acontecimiento en adelante será un solipsista por naturaleza, se abandonará a sí mismo, y entregado a sus elucubraciones filosóficas y poéticas contemplará el mundo desde afuera.

Nada encontrará fuera de su yo que no sea un sinsentido. Adquiere una reacción defensiva contra la vida y desde el sentimiento acusatorio de la culpa, camina por la tabla de la razón para arrojarse al abismo de su soledad.

Baudelaire ve el mal como una conjuración en su contra y adquiere un orgullo agrio como instinto de defensa contra los demás. De su mundo mónada saldrá una bifurcación atroz del hombre. “Hay en todo hombre a toda hora dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios, otra hacia Satán”. Debido a la muerte de su padre cuando tiene seis años, y la de su madre (al casarse) cuando cumple siete, se ha vuelto el cuchillo y la herida, la víctima y el verdugo, el ángel y el demonio al mismo tiempo.

Sin embargo, hay un punto intermedio en esa doble eternidad que escogió: la libertad que ha conquistado. La muerte de sus padres sería un acontecimiento que se repetiría una y otra vez como un bucle para hacerle entender que está solo y arrojado al mundo. Es libre, y como dice Jean Paul Sartre sobre él, «es libre, lo cual quiere decir que no puede encontrar en sí, ni fuera de sí, recurso alguno contra su libertad». Al escoger una relación independiente de la naturaleza de los afectos y del mundo, se ha elegido a sí mismo. Nace un hombre sin tiempo, sin atributos, sin relaciones más que las que se procura alrededor de las cosas.

El camino está ahí y nadie se lo ha preparado de antemano. Con propiedad puede pararse encima del círculo del cielo, como lo intentó sin éxito su contemporáneo Nietzsche, y sentir vértigo, porque ha preferido el abismo. “En lo moral como en lo físico siempre he tenido la sensación del abismo, no solo del abismo del sueño, sino del abismo de la acción, del ensueño, del recuerdo, del deseo, del pesar, del remordimiento, de lo bello, de número…”

En este nivel su altura es un descenso hasta las profundidades de su corazón. A ese lugar sin luz, sin paredes ni conductos, donde relegado en su propia contemplación intenta encontrar a ese hombre que una vez fue el hijo amado de la generala Aupick, y ahora solo es la sombra de la sombra, el poeta endeudado con la existencia. No ¿quién soy?, sino ¿quién soy yo? Preguntas determinantes, agrias y desagradables de las que desea librarse con apuro. No desciende de arriba abajo, sino de abajo arriba, es decir, experimenta con profundidad su condición humana, la oculta, para intentar encontrarse luego en los demás.

Baudelaire se ha convertido ahora en el punto omega de la creación. Su poesía serán las letras que, desde la potencia mágica de su espíritu, augurarán un nuevo universo contemplativo. Así este demiurgo, como Honi, el mago judío trazador de círculos, dibuja con su pluma Las flores del mal y luego les insufla espíritu. Una fauna marchita, que surge como un milagro desde la resequedad de su corazón y la culpa omnímoda de su alma.

Todas las flechas de la sociedad le apuntan. Lo matan. Pero de ese cuerpo inerte que vegeta aún nacen ramas con frutos extraños, es decir, engendrado para él mismo una nueva moralidad invertida. ¿Odia? Sí, y tiene derecho a hacerlo, ya que su odio es puro contra la vida, las mujeres y la existencia.  ¿Ama? Totalmente, con un amor oscuro, pero verdadero.

Se enrosca en la sombra de sus valores amorales, interdictos y elucubraciones poéticas y no desea hacer nada más. Solo apelar al arte por el arte. No trabaja, ni desea hacerlo, es un abúlico. Como burgués encuentra aberrante para el alma que el hombre, como bestia de carga, se dedique a una profesión.  Ha desmontado la palabra tekhné, y la ha reemplazado por otra, ahora es un bel-sprit.  Cambia su “mujer”, su madre, y su “negra” por las prostitutas más miserables que frecuenta con desprecio y con las que prefiere fornicar con guantes. Adquiere el gusto por la miseria en la ciudad cosmopolita y crea poesía, desde y de ese lugar artificial y lúgubre. De ahí parte su génesis, su legado, si es que tiene alguno. Ese es el infierno que prefiere.

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Las grandes capitales de hoy, entendiéndolo bien, son baudelarianas por su ruido, olor, velocidad, trampa, luces de neón, asociaciones de granujas y demás. Baudelaire arrancó poesía de las estructuras grises, feas y tristes. Esa es su grandeza, el que haya tenido la paciencia de un dios para ver crecer la hierba y en esta soledad pintar con su pluma trazos tan malignamente bellos. Creaciones en las cuales quiere encontrar su propia imagen porque su conciencia está intranquila por el peso abrumador de la culpa de existir. Sin padres, ni dioses que lo observen, no supera esa etapa infantil de sentirse una mera chispa entre dos nadas.

Pequeño entre los grandes, Charles Baudelaire los supera a todos por su nueva mirada dirigida a un mundo desgastado por la moral y la ética. Murió dentro de las leyes naturales del deceso que nunca pudo modificar, entre la maleza y la cizaña que surgieron alrededor de sus flores malditas.

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