Opinión.El kirchnerismo y el FMI: hacia el ocaso de los relatos

Hace poco más de una década, el filósofo Ricardo Forster sentenciaba que el kirchnerismo era “una ruptura con la forma maldita de la repetición que, en nuestro caso, reproducía la inercia de la catástrofe y la decadencia. El kirchnerismo vino a enloquecer la historia [1].

Escrita en tiempos de éxito electoral, la sentencia suena hoy extraña, oxidada por el paso del tiempo. Parados frente a la vidriera del acuerdo con el FMI, los principales referentes del kirchnerismo transitan un camino de impotencia que, es la vez, de complicidad. La renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque en Diputados y el hermético silencio de Cristina Kirchner funcionan a modo de protesta. Son, además, complemento de la labor entusiasta que emprende Martín Guzmán, avalado por el gran empresariado.

La notoria pasividad de las organizaciones sindicales afines hace el resto. Potencia social sobra en gremios como el Subte, Suteba, Telefónicos o Bancarios. Lo que falta es disposición a un combate serio, que impida profundizar la decadencia nacional.

Cerrado sobre sus límites, el kirchnerismo transita el ocaso de sus propios relatos. Amarrado a un Gobierno de ajuste (el propio), intenta la imposible tarea de construir mística con las manos vacías.

Trayectorias declinantes

La impotencia frente al FMI funciona, casi, como punto de llegada. Nacido a la vida allá por 2003, el kirchnerismo arrimó a la escena nacional tras la crisis del 2001. Cuando aún se respiraban los aires de aquella rebelión popular, la nueva corriente concentró su labor en restaurar la golpeada credibilidad de las instituciones políticas. Pidiendo “perdón en nombre del Estado” por los crímenes de lesa humanidad, Néstor Kirchner asumió la bandera de la reconstrucción estatal.

La tarea implicaba desarmar cualquier elemento de actividad política independiente en las calles. En esa estrategia política se enhebraron el discurso latinoamericanista de unidad; un anticolonialismo genérico, sin aditamento alguno; un rechazo verbal a los 90, sin consecuencia alguna en aspectos esenciales como las privatizaciones. En esa labor contó con las ventajas de una economía en recuperación, empujada por los vientos internacionales y la devaluación duhaldista.

La innovación política que el kirchnerismo publicitaba se detuvo, prudente, a las puertas del PJ. En el país donde las ollas habían batido el “que se vayan todos”, Néstor y Cristina Kirchner fueron por el sello y las oficinas del rancio aparato peronista.

Tras el triunfo electoral en 2005 -cuando se impusieron al duhaldismo en Provincia de Buenos Aires- el kirchnerismo ejerció una suerte de hegemonía al interior de la totalidad peronista. Fue dirigente y dominante: al tiempo que señalaba lineamientos y destinos políticos, unió bajo las banderas de un relato “nacional y popular” a figuras tan poco progresistas como Gildo Insfrán, Juan Manuel Urtubey, Sergio Massa, José Pedraza o Gerardo Martínez.

Esa unidad se cimentaba más allá de las formas puras de la política. Aún con tensiones y discursos disruptivos, el kirchnerismo ofició de garante de los negocios del conjunto del capital. CFK, eficaz creadora de eslóganes, sentenció que en sus gobiernos los empresarios “se la llevaban en pala”. Aquel respaldo empresario, unido al crecimiento económico, apuntalaba la unidad al interior del peronismo.

Sin embargo, todo termina al fin. La crisis internacional de 2008 vino a recordar los límites de la expansión capitalista en un país atrasado y dependiente. La Resolución 125 -que puso en pie al bloque social y económico bautizado como “El Campo”- ilustró la imposibilidad de atenuar las contradicciones sociales. El tiempo en que “todos ganaban” llegaba a su fin. La unidad peronista y la hegemonía kirchnerista chocaron contra esa realidad.

La crisis con las patronales agrarias funcionó como detonante de un proceso de desagregación: aquel año parió la ruptura con el peronismo sojero de Córdoba, Santa Fe, La Pampa y otras provincias. Fue también en ese tiempo cuando Alberto Fernández empezó a ser catalogado como “vocero de Clarín”. Desde ese entonces, “La Corpo” fue elevada al rango de enemigo por excelencia. También en ese período tuvo su génesis lo que fue y sigue siendo catalogado como kirchnerismo duro. El nacimiento de La Cámpora -hoy casi una corriente de funcionarios políticos estatales- y de Carta Abierta, hoy desaparecido como espacio intelectual, funcionaron como pila bautismal.

Ese proceso de desagregación encontró una pausa con la muerte de Néstor Kirchner y la recuperación de la economía. El 54 % de CFK en las elecciones de 2011 lo graficó. Esos números eran ya, no obstante, una foto del pasado; imagen de un tiempo de bonanza previo que anunciaba convertirse en estancamiento y crisis.

Aun sosteniendo la unidad con parte central de los gobernadores y el arco sindical burocrático, el kirchnerismo que cayó ante Macri era una copia borrosa de sus orígenes. El ajuste -gradual pero persistente- ejecutado desde 2013 había colaborado al desgaste y la crisis. Fuera de su universo de representación quedaron sectores altos de la clase trabajadora -aquello que fue llamado el moyanismo social– y una franja considerable de las clases medias. Entre los rostros visibles de esa desagregación hay que contabilizar los de Sergio Massa y Hugo Moyano, creadores de espacios propios. Graficando el desencanto y malestar, las calles -tanto a derecha como a izquierda- habían presentado piquetes, manifestaciones y paros nacionales.

Espantados y unidos

Los años macristas constituyeron una suerte de pausa en ese declive del kirchnerismo. Endeudamiento sideral, tarifazos, despidos y ajuste confirmaron todas las advertencias sobre los peligros de la CEOcracia y los planes neoliberales. Cierto es que ese feroz ajuste solo fue posible gracias a la activa colaboración de gran parte del peronismo: en ese entonces sobraron “dadores activos de gobernabilidad”. En el Congreso y en el mundo de las conducciones sindicales.

El desastre económico cambiemita y la debilidad del propio kirchnerismo parieron una criatura política extraña: el Frente de Todos. Quienes habían casi co-gobernado y quienes habían ejercido la oposición verbal reunieron las astillas del peronismo, en un festival de olvidos y omisiones. La palabra “traidor” -que había sonado fuerte- salió de circulación.

Amparada en los votos bonaerenses de 2017, CFK pudo consagrar a Alberto Fernández como candidato presidencial. La decisión también revelaba una imposibilidad, la de encabezar ella misma una lista. Esa posibilidad se nutrió, también, de un fracaso, del naufragio del llamado peronismo del medio, vocero explícito de las provincias, la moderación y el ajuste. De ese “empate catastrófico” de debilidades nació la candidatura presidencial frentetodista.

Sin embargo, ese dispositivo era y es el relato de una impotencia; una unidad de debilidades; suma algebraica de fracciones que se equilibran al tiempo que se cascotean mutuamente. La crisis por el acuerdo con el FMI no hace más que incrementar tensiones.

Esas debilidades se patentizaron aún más tras la derrota electoral de 2021. En una suerte de igualdad en el fracaso, todas las fracciones del peronismo cayeron duramente en votos. Nadie pudo hacer flamear bandera de victoria. Lo ocurrido en la PBA horadó el capital del kirchnerismo como socio mayoritario. Los “votos de CFK” -antaño tan celebrados- empezaron a cotizar a la baja.

De historias y decadencias nacionales

En su edición de 2005, en el siempre atrapante Los cuatro peronismos, Alejandro Horowicz señalaba que “el peronismo no fue capaz de ganar la durísima batalla cultural requerida para iluminar un nuevo sueño colectivo y consecuentemente organizar una nueva clase dirigente. Ni siquiera lo intentó.” [2].

La sentencia puede aplicarse, con las reservas del caso, al kirchnerismo. Su llegada al poder estuvo asociada a la tarea de restaurar la normalidad capitalista golpeada por diciembre de 2001. En tanto gestión estatal, y más allá de las tiranteces, actuó como garante de los negocios del gran capital. Su construcción como espacio político contó la participación de innegables actores del poder permanente: gobernadores, intendentes, burócratas sindicales. No hubo ni podía haber una nueva clase dirigente.

A lo largo de su trayectoria declinante también se esfumó el imaginario de cualquier sueño colectivo. Los años de crecimiento económico no resultaron en ninguna transformación estructural de la matriz productiva. Soja, petróleo y minería siguieron ahí como banderas de un prometido desarrollo que, sin embargo, no abandona el camino del endeudamiento. El consumo masivo, llevando etiqueta progresista, fue reduciendo su alcance. Inflación y salarios hicieron lo suyo para ese fin. A partir de 2016 y en nombre directo del gran capital, el ajuste macrista no hizo más que radicalizar una dinámica en curso. La presente decadencia nacional es “herencia recibida” de varios padres.

Atado a sus determinaciones de clase (capitalista), el kirchnerismo resultó incapaz de confrontar el poder del gran empresariado. Su desafío más herético al capital tuvo lugar en 2009, con la nacionalización del sistema de jubilaciones y pensiones. Aquella osadía, explicada por razones fiscales, no se repitió. “Corpos”, “fugadores”, “buitres” y “grandes formadores de precios” sufrieron hostigamiento verbal mientras su poder se mantuvo intacto.

Hubo un tiempo en que esas limitaciones quedaron opacadas por el crecimiento económico. Hoy, en tiempos de ajuste y crisis social, se hacen palpables. En el bolsillo y la vida de millones. Rehén de sí mismo, eligiendo continuar en el Gobierno que aplica el ajuste, el kirchnerismo sufre la lógica erosión.

Aquella “locura” de la historia nacional que calibraba Ricardo Forster no existe hace tiempo. Más allá de la retórica, la “cordura” al servicio del gran capital impone su agenda al interior del kirchnerismo. Su lugar frente al acuerdo con el FMI es el del “apoyo crítico”. Y decir apoyo es decir apoyo. El ocaso de los relatos se acerca a paso firme.

Fuente: La Izquierda Diaria, Argentina

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