Algo ha cambiado, para sorpresa de muchos, en el mapa simbólico de la cultura universal. La Unesco acaba de declarar el legado escrito de Friedrich Nietzsche como Patrimonio Documental de la Humanidad, en el marco del programa Memoria del Mundo. Preservados entre Weimar y Suiza, los manuscritos, cuadernos, borradores, cartas, esbozos y materiales personales del filósofo alemán —incluidos textos inéditos y preparatorios— fueron reconocidos como documentos fundamentales de la historia intelectual de la humanidad.
La mayor parte de este acervo se encuentra resguardado en el Archivo Goethe-Schiller de la Fundación Clásica de Weimar, la institución literaria más antigua de Alemania, y en la Biblioteca Duquesa Anna Amalia. A ellos se suman archivos dispersos en Basilea, como los recopilados por Franz Overbeck y Jacob Burckhardt, y la colección Rosenthal-Levy, conservada en la Fundación Casa Nietzsche en Sils Maria, en los Alpes suizos.
La Unesco justificó su decisión afirmando que el pensamiento nietzscheano sigue siendo objeto de debates e investigaciones en los campos más diversos: cultura, estética, filosofía, historia, sociología. “Un fenómeno internacional e interdisciplinario único”, lo calificó el comunicado oficial, destacando además su aporte crítico a la comprensión de la cultura moderna, la conciencia histórica, la civilización industrial, la tecnología, y la pérdida de certezas metafísicas.
Pero estas razones, aunque correctas, no alcanzan por sí solas a explicar la actualidad perturbadora del legado de Nietzsche. ¿Por qué, todavía hoy, nos interroga con tanta fuerza? ¿Qué hay en sus escritos que sigue incomodando, fascinando y dividiendo? La respuesta tal vez no esté tanto en sus descripciones de la modernidad como en su radical impugnación de sus fundamentos: la razón ilustrada, la moral judeocristiana, el progreso histórico, la verdad como ideal absoluto.
Con este reconocimiento, la Unesco también contribuye, aunque de forma tácita, a desmontar décadas de malas lecturas, tergiversaciones y manipulaciones ideológicas. Durante el siglo XX, Nietzsche fue reducido por algunos a un pensador antisocial, loco, antisemita o protofascista. Su figura fue apropiada por el nacionalismo alemán, distorsionada por su hermana Elisabeth —afiliada al nazismo y editora fraudulenta de La voluntad de poder—, y calumniada incluso desde ciertos sectores progresistas con lecturas dogmáticas.
No fue sino hasta las ediciones críticas de Colli y Montinari en los años 60 que el pensamiento nietzscheano pudo empezar a desmarcarse de esos fantasmas. A partir de allí, se abrió un nuevo campo de apropiaciones: feministas, anarquistas, existencialistas y, sobre todo, “nietzscheanos de izquierda”, según la expresión de Derrida, que comparó su influencia con la bifurcación del hegelianismo en derecha e izquierda filosófica. Deleuze, Foucault, Vattimo, Lyotard, Rorty y tantos otros retomaron y resignificaron su herencia en clave crítica.
Sin embargo, llamarlo “posmoderno” sería un reduccionismo. Nietzsche no es tanto un pensador de la posmodernidad como un epimoderno: está sobre la modernidad, la observa desde su linde. Lo anticipa, lo transgrede, pero no lo sustituye por otro sistema. Su propuesta no es la demolición total, sino la transvaloración: rehacer los valores desde su raíz.
Esa misma “decadencia” que denunció —el derrumbe de los valores tradicionales, el ocaso del horizonte religioso, la pérdida de sentido histórico— parece hoy, más de un siglo después, alcanzarnos con una intensidad renovada. La era del nihilismo que vislumbró, esa donde los ideales se diluyen, la realidad se desvanece en simulacros y las masas se homogeneizan, es también la nuestra.
Por eso su archivo es más que una reliquia: es una bomba de tiempo. Y por eso la decisión de preservarlo como patrimonio universal es, en el fondo, un acto de memoria anticipatoria: conservar el pensamiento que más incómodamente nos pensó.