Durante años, el Papa argentino fue una figura incómoda para la política nacional: demasiado clerical para el cristinismo, demasiado zurdo para el macrismo, demasiado ortodoxo para el albertismo. Pero tras la derrota de 2023, la juventud peronista —por izquierda y por derecha— intenta apropiarse de su legado como tabla de salvación espiritual e ideológica. En la larga noche del justicialismo, Francisco aparece como el último santo posible.
Hasta hace poco, que el Papa fuera argentino no parecía mover el amperímetro de la política nacional. Francisco era, para muchos, una figura demasiado universalista y clerical para el paladar negro del cristinismo tardío; demasiado cercana a la izquierda local para el macrismo; y demasiado conservadora para el albertismo, que fantaseaba con dinamitar el patriarcado. Su figura no terminó de encarnar los valores de ninguna fuerza política mayoritaria, y sus apariciones con dirigentes locales se interpretaban más como trofeos fotográficos que como gestos de auténtico acercamiento espiritual.
Sin embargo, tras la derrota de Sergio Massa ante Javier Milei en 2023 —el verdadero cisne negro de la política argentina reciente— comenzó a reconfigurarse el mapa simbólico del peronismo, sobre todo entre las juventudes militantes. Tanto desde la izquierda como desde la derecha, emergió una tendencia creciente a levantar la figura de Francisco como faro, guía o incluso salvavidas ante la crisis de fe que suscitó el derrumbe de los relatos tradicionales. El Papa se convirtió, de pronto, en un símbolo disputado por dos sectores enfrentados del mismo movimiento.
El progresismo busca al Papa feminista
Desde 2019, con la llegada del Frente de Todos, el movimiento feminista había tomado el mando simbólico del peronismo de izquierda. Ni Una Menos, la pelea por la legalización del aborto y la creación del Ministerio de las Mujeres fueron algunos de los hitos de ese ascenso. A medida que la institucionalización avanzaba, la retórica feminista se tornaba más pragmática, menos intransigente. En ese proceso, Francisco apareció como una figura global que, si bien mantenía posturas tradicionales —como su oposición al aborto—, ofrecía señales claras de apertura: acercamiento a la comunidad LGTB, crítica al capitalismo salvaje, gestos hacia los no creyentes.
Esta apertura doctrinaria fue interpretada como un avance. Dirigentes como Ofelia Fernández, satélite visible del universo Grabois, leyeron en Bergoglio un aliado parcial pero genuino de las nuevas causas morales. La Iglesia vaticana, no la argentina —vetusta y cómplice, a sus ojos, de la dictadura y el conservadurismo—, se volvió fuente de legitimidad espiritual para un progresismo que ya controlaba buena parte del aparato estatal.
Para esta izquierda militante, el Papa era un ejemplo de cómo reformar desde adentro una institución secular. Su muerte, entonces, representaría una derrota simbólica: el posible cierre de esa ventana de oportunidad para “aggiornar” al catolicismo. ¿Seguirán esas dirigentas respetando a la Iglesia sin él? ¿Era amor por Francisco o fe real en la institución que encarnó?
La derecha peronista y la nostalgia del orden perdido
Por su parte, la juventud peronista conservadora encontró en el Papa una figura que sintetizaba valores hoy ausentes: familia, orden, jerarquía, tradición. El diagnóstico de este sector es claro: el feminismo rompió el contrato sexual, convirtió el matrimonio en una institución obsoleta, y volvió inviable la armonía entre los géneros. La consecuencia sería una neurosis sexual generalizada, expresada tanto en el mercado de citas como en las urnas: jóvenes desorientados que no encuentran su lugar en el mundo ni en la cama, y que votaron con rabia.
Con la derrota de 2023, esta corriente encontró nuevo oxígeno. Voces como las de Guillermo Moreno, youtubers como Rebord o streamers como los de “Cabaret Voltaire” comenzaron a difundir una crítica al progresismo desde adentro del peronismo. La denuncia era simple pero potente: las mujeres tomaron el timón del movimiento y lo llevaron al naufragio ideológico, desdibujando el viejo eje pueblo-trabajo para reemplazarlo por los derechos de minorías urbanas ilustradas.
En esta lectura, Francisco no es apenas un aliado táctico sino una confirmación espiritual de la doctrina justicialista. Su papado demostraría que el peronismo —no la socialdemocracia, no el liberalismo— es el heredero legítimo del cristianismo en el siglo XXI. Su figura se convierte en un sello de validez eterna: el mundo, con Francisco, fue peronizado desde Roma.
El Papa como campo de batalla
El fallecimiento de Francisco reavivó la grieta dentro del peronismo, aunque esta vez no fue sobre economía o alianzas, sino sobre quién se queda con el alma del Papa. La disputa es exegética: ¿fue un aliado progresista o un restaurador del orden perdido? El episodio en que militantes interrumpieron a Victoria Villarruel tras una misa en homenaje al Papa da cuenta de este conflicto: la izquierda se siente dueña de su memoria, y la derecha intenta apropiarse del legado institucional.
No es un conflicto menor. El peronismo carece hoy de una figura unificadora. Cristina no es obedecida ni respetada, y los nuevos liderazgos no logran aglutinar a las tribus en pugna. Francisco podría haber sido ese símbolo integrador, esa figura “divina” en sentido político: el que condensa en sí lo contradictorio sin disolverse. Pero su muerte, más que consagrarlo como mito común, parece haberlo transformado en terreno en disputa.
¿Religión o superstición?
Quizás, más allá de las banderas, lo que queda sea el reencuentro con lo sagrado. En un país donde la política se vive con intensidad religiosa, que haya existido un Papa argentino parece un dato menor. Y sin embargo, es un milagro en sí mismo. Que desde esta tierra convulsionada haya emergido una figura capaz de conmover al mundo entero no debería pasar desapercibido. Tal vez el legado más profundo de Francisco no sea político, sino espiritual: haber recordado que sin un vínculo con lo absoluto, los pueblos se pudren en supersticiones banales.
Y en una Argentina que tiende al fanatismo sin fe, esa diferencia es crucial.
Fuente: Seul