Durante siglos se ha repetido una idea casi incuestionable: la cultura ennoblece al hombre. El acceso al conocimiento, el arte, la filosofía, la ciencia y las tradiciones sería el camino hacia una humanidad más comprensiva, razonable y conciliadora. Sin embargo, la historia de los pueblos y las naciones muestra una paradoja difícil de ignorar: algunos de los peores episodios de violencia, intolerancia y destrucción fueron protagonizados —o justificados— por personas cultas, formadas en los más altos niveles intelectuales.
Esta contradicción plantea una pregunta incómoda: ¿la cultura es el futuro de la humanidad o, por el contrario, una de las raíces de sus conflictos irresueltos?
La cultura como ideal civilizador
En su sentido más amplio, la cultura ha sido concebida como el conjunto de saberes, costumbres, valores y expresiones artísticas que dan forma a una sociedad. Desde la Ilustración, en el siglo XVIII, se fortaleció la idea de que el progreso cultural conduciría inevitablemente a un progreso moral. La educación masiva, el acceso a los libros, la apreciación del arte y el pensamiento crítico se veían como antídotos contra la ignorancia y, por ende, contra la violencia.
El filósofo alemán Immanuel Kant defendía que una sociedad ilustrada podía superar el fanatismo y la barbarie. En el siglo XX, la UNESCO asumió que la cultura es un “puente para la paz” y fomentó su difusión como herramienta de entendimiento global.
Cuando la cultura no evita la barbarie
Pero la historia reciente relativiza esa fe en la cultura como garante de paz. Muchos de los líderes responsables de guerras, genocidios y regímenes totalitarios no eran ignorantes: varios tenían formación universitaria, eran lectores voraces, conocían de arte y filosofía. La Alemania nazi fue una de las sociedades más cultas de Europa antes de sumergirse en la barbarie.
El problema, sostienen algunos historiadores, no radica en la cultura en sí misma, sino en su instrumentalización ideológica. La cultura, como cualquier herramienta, puede servir tanto para construir como para destruir, dependiendo de las manos que la utilicen.
La ideología como detonante
Más que la cultura en abstracto, son las ideologías —construcciones de pensamiento que interpretan y organizan el mundo— las que han encendido los conflictos. Una ideología puede nutrirse de referencias culturales sofisticadas y, al mismo tiempo, justificar la opresión, la guerra o la exclusión de “los otros”.
Esto explica por qué un hombre culto puede ser, al mismo tiempo, un fervoroso defensor de la violencia política o un arquitecto de estrategias militares. En estos casos, la cultura no desaparece, pero se convierte en un instrumento al servicio de intereses particulares o visiones totalizantes.
La cultura como espejo, no como escudo
Para el antropólogo Clifford Geertz, la cultura no es un conjunto de valores buenos por naturaleza, sino un espejo que refleja las tensiones, prejuicios y ambiciones de la sociedad. En este sentido, la cultura no garantiza que el ser humano sea más comprensivo o conciliador: solo amplifica lo que ya está presente en su tejido social y emocional.
Esto explicaría por qué una misma obra literaria o un mismo descubrimiento científico puede inspirar avances humanistas en un contexto y ser usado como propaganda o herramienta de opresión en otro.
¿El futuro está en el hombre culto?
En las sociedades contemporáneas, el ideal del “hombre culto” sigue vigente, pero enfrenta el desafío de la hiperinformación y la polarización política. La cultura, para ser un factor real de paz y entendimiento, debería ir acompañada de una educación emocional y ética que permita gestionar las diferencias sin recurrir a la violencia.
La pregunta de fondo sigue abierta: ¿basta con conocer a Platón, leer a Borges o admirar a Leonardo para construir un mundo mejor, o es necesario otro tipo de formación más orientada a la convivencia y la empatía?
Conclusión
La cultura por sí sola no salva ni condena. Puede ser un vehículo de entendimiento o un arma retórica para justificar conflictos. El verdadero desafío para el siglo XXI no es únicamente acumular saberes, sino aprender a usarlos con responsabilidad. De lo contrario, el hombre culto podría seguir siendo, paradójicamente, protagonista de los mismos problemas que pretende resolver.