A veinte años del ascenso del kirchnerismo al poder, la Argentina enfrenta un balance inevitable. Más allá de los ciclos electorales y las simpatías ideológicas, el impacto de dos décadas de hegemonía kirchnerista —con intermitencias formales pero una continuidad real— se proyecta con fuerza sobre el presente: en la economía devastada, en la cultura coptada por un relato único, y en las instituciones debilitadas por el avance del poder político sobre los controles republicanos. Este modelo, que combinó asistencialismo, caudillismo y cooptación simbólica, dejó un daño profundo y, en muchos casos, estructural.
I. La herencia económica: una máquina de empobrecimiento sostenido
Los datos son tan elocuentes como alarmantes. En 2003, cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia con apenas el 22% de los votos, la pobreza rondaba el 50% como efecto de la crisis de 2001, pero la recuperación económica posconvertibilidad ya estaba en marcha. Con un superávit gemelo —fiscal y comercial— y viento de cola internacional, el gobierno kirchnerista disfrutó de una década de crecimiento sostenido. Sin embargo, en lugar de consolidar una matriz productiva, el modelo se apoyó en un consumo artificialmente estimulado, control de precios, subsidios indiscriminados y un tipo de cambio múltiple que distorsionó toda señal económica.
Los controles de capitales, el cepo cambiario, la inflación reprimida y la intervención del INDEC formaron parte de una política deliberada de opacidad. Las reservas internacionales, que en 2007 superaban los 45.000 millones de dólares, fueron erosionadas por la dependencia estructural del gasto público y el financiamiento vía emisión monetaria.
En términos fiscales, el kirchnerismo cambió el paradigma de equilibrio por el de gasto sin límite. En 2003, el gasto público representaba el 23% del PBI. Al finalizar el segundo mandato de Cristina Kirchner, ese número superaba el 45%. El déficit crónico se cubrió con emisión, deuda interna y, desde 2010, con la utilización sistemática de los recursos de la ANSES, que dejó de ser un fondo previsional para transformarse en una caja política.
La destrucción del crédito externo, la fuga de capitales, la pérdida de competitividad y la caída de las exportaciones energéticas consolidaron un modelo de estancamiento. De hecho, entre 2011 y 2023, la economía creció apenas un 0,3% anual en promedio. El salario real cayó, la pobreza se estancó en niveles alarmantes y el empleo formal privado se convirtió en un bien escaso.
II. El poder simbólico: una hegemonía cultural y mediática
Si en lo económico el kirchnerismo gastó más de lo que tenía, en el plano simbólico administró con celo y disciplina su capital más valioso: el relato. La construcción de un discurso épico que mezcló peronismo clásico, progresismo selectivo y un nacionalismo reactivo le permitió al kirchnerismo presentarse como garante de los derechos humanos, la inclusión social y la soberanía nacional.
En este marco, se promovió una fuerte polarización cultural. El pensamiento crítico fue reemplazado por una pedagogía de la obediencia. Intelectuales, artistas y periodistas fueron cooptados mediante un sistema de subsidios, cargos, premios y visibilidad mediática. La pauta oficial se convirtió en la principal herramienta de disciplinamiento. Quien no se alineaba, quedaba afuera.
En la televisión pública, en universidades, en festivales y medios alternativos, el kirchnerismo impuso un imaginario donde toda crítica era “destituyente” y toda duda, una traición. El Estado dejó de ser un garante neutral para convertirse en un operador ideológico.
La Ley de Medios, presentada como una cruzada democratizadora, en los hechos funcionó como un instrumento para acorralar voces disidentes y favorecer medios afines. El resultado fue un ecosistema donde la pluralidad se redujo al enfrentamiento de trincheras: medios militantes contra medios de oposición, mientras la conversación pública se empobrecía y la deliberación democrática se diluía.
III. Instituciones bajo asedio: la república debilitada
La dimensión institucional del kirchnerismo exhibe la más preocupante de sus herencias. La lógica del “vamos por todo” —expresada sin disimulo durante el segundo mandato de Cristina Kirchner— implicó un avance sistemático sobre los equilibrios del sistema republicano.
El Congreso funcionó como escribanía en los años de mayoría automática, pero incluso en minoría, el kirchnerismo mostró una capacidad inédita para condicionar las agendas. El Consejo de la Magistratura fue reformado para garantizar mayor control del oficialismo; la Corte Suprema fue ampliada y luego presionada mediante campañas públicas; el Ministerio Público Fiscal perdió independencia; la Oficina Anticorrupción se transformó en una dependencia del Ejecutivo; y organismos como la AFIP o la UIF fueron utilizados para castigar opositores.
La corrupción se volvió estructural. Las causas por lavado, sobreprecios, cartelización de obra pública, enriquecimiento ilícito y asociación ilícita involucraron a figuras de primer nivel: ministros, secretarios, empresarios amigos del poder y hasta la propia vicepresidenta. La impunidad fue garantizada mediante chicanas judiciales, reformas procesales a medida y una defensa militante de la «persecución política».
El Poder Judicial, lejos de fortalecerse, fue colonizado o paralizado. La idea del lawfare —instrumentalizada para relativizar todo proceso judicial adverso— terminó por erosionar la confianza pública en la justicia, incluso más allá del kirchnerismo.
IV. El legado: fragmentación, cinismo y descreimiento
Lo más difícil de medir, pero quizás lo más profundo, es el daño cultural-institucional en términos de hábitos democráticos. El kirchnerismo instaló una lógica de amigo-enemigo que contaminó toda forma de convivencia política. Reemplazó el diálogo por la sospecha, la crítica por la acusación, la política por el culto a la personalidad.
Su legado incluye una ciudadanía fracturada, una dirigencia habituada al atajo y una democracia fatigada, donde los valores republicanos se discuten como si fueran accesorios. La noción de “militancia” fue exaltada por encima de la función pública, la épica suplantó a la gestión y la verdad pasó a ser una construcción estratégica.
En el plano educativo, la cultura del mérito fue cuestionada y reemplazada por una pedagogía de la equidad que muchas veces escondió un deterioro objetivo de la calidad. En la administración pública, se fomentó la ocupación militante de cargos, con escasa formación técnica y fuerte sesgo ideológico.
V. Epílogo: ¿es posible desandar lo heredado?
El actual gobierno —libertario en lo económico, disruptivo en lo político— enfrenta el desafío de desmontar un entramado de privilegios, narrativas y estructuras construidas durante veinte años. Pero no será fácil. La resistencia no es solo ideológica: es también administrativa, judicial, sindical y cultural.
El kirchnerismo no es solo un partido o una figura: es un ecosistema de poder que logró impregnar el Estado, la calle y la palabra pública. Su derrota electoral no implica, necesariamente, su derrota cultural.
Revertir dos décadas de declive requiere más que reformas. Requiere una refundación simbólica y democrática, donde la ciudadanía pueda volver a confiar en las instituciones, en los números, en la ley, en la palabra. Y para eso, tal vez lo primero sea entender, sin eufemismos ni nostalgias, cuánto nos costó este experimento.