En todas las adaptaciones cinematográficas surgidas alrededor de la figura del Hombre Murciélago creada por Bob Kane y Bill Finger hay elementos formales, visuales o estilísticos a destacar. El serial de los años sesenta sirve perfectamente para comprender el auge y la caída fulminante de la estética camp y pop art de la lisergia de finales de los 60; Batman y Batman Vuelve de Tim Burton aparentaban (sobre todo en su segunda entrega) ofrecer espectáculos góticos teñidos de una empática melancolía que le servían a Burton para dialogar acerca de los misfits de la sociedad; y la trilogía de Christopher Nolan –junto a la saga Bourne de Paul Greengrass- representaba una suerte de exorcismo colectivo surgido de los traumas de la sociedad occidental post 11-S.
Incluso las irregulares y en muchos casos fallidas adaptaciones de Joel Schumacher y Zack Snyder, definían muy bien el estado del mainstream de sus respectivas épocas, ya fuera el desideologizado cine de los noventa, como los excesos y la sobresaturación formal, visual, estructural y digital de las franquicias de la contemporaneidad. Hasta una escisión tan aparentemente llamativa como vacía en su interior –Joker de Todd Philipps- era un espejo (tan cínico como amoral) del resquebrajamiento de las estructuras sociales surgidas a partir de la crisis económica de 2008 y el auge de los populismos de extrema derecha.
Todas ellas, diametralmente opuestas las unas de las otras. Del lirismo gótico, decadente y melancólico de Burton, pasamos a la excentricidad desprejuiciada bañada en un mal viaje de éxtasis de Schumacher. Y de ahí, al thriller intenso y rimbombante, estructurado a base de golpes de efecto y precisión formal de la trilogía de Nolan, alejada de todo elemento fantástico u onírico. Por lo que la llegada de The Batman, una sexta versión de la mitología del personaje (sin contar la infinidad de versiones animadas) desde una nueva mirada, en esta ocasión, de la mano de Matt Reeves, se antojaba complicada.
Matt Reeves es un cineasta preciso y de cuidada y medida puesta en escena, pero no arroja en el conjunto de su obra una personalidad y una presencia autoral tan potente y distintiva como la de Burton, Nolan o incluso Zack Snyder, con una filmografía en la que encontramos trabajos tan antagónicos como el excelente found footage Monstruoso, un remake de la cinta de terror Déjame entrar o dos secuelas de la última iteración de El planeta de los simios. Trabajos que se encuentran entre los más interesantes del mainstream de los últimos quince años, que demuestran la capacidad y versatilidad de su creador, pero que no representan de manera distintiva una mirada autoral como la de los ejemplos mencionados previamente.
Quizá por eso, The Batman se sustenta -al igual que la mayoría de herederos de Frank Miller, tanto en las viñetas como en el celuloide, tras sus seminales El regreso del Caballero Oscuro y Batman: año uno– en remezclar elementos provenientes de las versiones cinematográficas anteriores, sumándole un ingrediente diferenciador de los cineastas que le precedieron: su conocimiento del personaje y su historia en el medio editorial que le vio nacer. Si los autores previos utilizaron de manera perpendicular aspectos e ideas visuales y formales surgidas de los más de ochenta años de historia del personaje, Reeves ahonda directamente en sus referentes originales provenientes de las viñetas.
Desde el Año uno de Miller y Mazucchelli -del que incorpora la herencia del Nuevo Hollywood de los setenta, en concreto Taxi Driver de Scorsese y Contra el imperio de la droga de William Friedkin- a trabajos más recientes como El largo Halloween y Victoria oscura de Jeph Loeb y Tim Sale -ya introducidos en las películas de Nolan- o La corte de los búhos de Scott Snyder y Greg Capullo, de los que acoge la representación asfixiante de la ciudad de Gotham, fusión de la metrópoli gótica creada por Anton Furst para el primer Batman de Burton y el urbanismo opresivo y contemporáneo del Batman de Nolan, en especial el de Batman Begins. Una imaginería que ya David Fincher representaría en su influyente Seven en 1995.
Del estilo visual de esta última -más la parquedad narrativa del Zodiac de Fincher- extrae Matt Reeves el tono y el aspecto visual de The Batman, tanto de su Gotham City, como del mood que impregna el extenso metraje de su reinterpretación. Lugar donde la cinta encuentra sus mayores aciertos, sobre todo en su primera mitad. En ella, Reeves reconvierte el universo de Batman en una pesadilla cercana al horror, alejada de la pirotecnia asociada al blockbuster de superhéroes contemporáneo. Un elemento que destaca sobremanera en dos secuencias del film.
En primer lugar, con la tensa y a la vez dilatada escena con la que arranca el film: un plano fijo de perspectiva subjetiva, precursora de un asesinato surgido del género de los serial killer, que Reeves desgrasa a partir de un desenfoque en el plano que permite no solo sugerir, sino evitar una calificación por edades superior y que remite en algunos aspectos al arranque del Zodiac de David Fincher y su propensión a introducirse de manera perpendicular en los actos cruentos observados desde una distancia pudorosa y prudencial.
Posteriormente, la introducción de Bruce Wayne, partiendo de una voz en off heredera del mejor noir, no solo no es intrusiva, sino que nos introduce en la mente de un Bruce Wayne más esquizoide y escindido del mundo que le rodea de todos los que hemos visto en la gran pantalla. Todo para entregar en esos dos primeros actos una suerte de murder mistery y relato detectivesco (quizá el elemento más diferencial de este nuevo Batman, al menos en sus primeros compases) que se va construyendo de manera gradual, casi como una versión en clave pop tanto del reverenciado cine de Fincher como de sus ilustres predecesores, ya sean la parquedad y la ausencia de espectacularización del Todos los hombres del presidente de Alan J. Pakula como el realismo social que inunda esa denuncia de las instituciones públicas que es Serpico de Sydney Lumet.
Pero lamentablemente, el peso del legado y de las posibles imposiciones de los ejecutivos, comienzan, lenta pero gradualmente, a redirigir a The Batman hacia una cierta clase de reinterpretación argumental, estructural y tonal del trabajo previo de Christopher Nolan, en concreto lo conseguido en El caballero oscuro. A su vez, los elementos más interesantes y diferenciales de la versión de Reeves -el uso de la voz en off, el clima pegajoso y opresivo, la investigación criminal- dan paso a un anticlímax que ocupa los treinta minutos finales del largometraje, no solo rompiendo tonal y formalmente muchos de los aciertos de la primera mitad de la cinta, sino quedándose en una tierra de nadie que no reconfortará ni a los espectadores de multiplex en busca de adrenalina, ni a los que habíamos disfrutado hasta el momento de una propuesta tan seca como absorbente.
Algo que acaba lastrando los aciertos de los dos primeros actos de The Batman, que acogen en su interior elementos ya reconocibles, como el cine de Fincher, la obra de Frank Miller e incluso el goticismo de Burton y la imponencia formal de Nolan. Pero una vez expuestos, Reeves titubea y no consigue ir más allá de los ilustres referentes que le sustentaban, entregando un producto construido de manera eficiente y en algunos momentos brillante -sobre todo por la labor de su director de fotografía, Greig Fraser y los montadores William Hoy y, sobre todo, Tyler Nelson, colaborador habitual de (casualidades de la vida) David Fincher- pero que acaba por no aportar nada verdaderamente sustancial a los trabajos que le precedieron.
Fuente: Caiman, Cuadernos de Cine, España