¿Por qué eligió Wittgenstein un fiordo noruego?

A comienzo de los años ochenta del siglo pasado visité Skjolden, una pequeña localidad en el extremo del Sognefjord. Ese que se adentra más en el sur de Noruega. Quería ver por qué Ludwig Wittgenstein, unos de los filósofos más importantes del Siglo XX había elegido ese lugar para hacerse una cabaña tan pequeña como rústica con sus propias manos y permanecer un año lejos del mundanal ruido. 

El paisaje casaba muy bien con lo que uno conocía del excéntrico personaje. Su cabaña daba sobre un lago cuyas aguas alimenta el fiordo por uno de sus extremos y un río por el otro. Enfrente había una copiosa cascada porque las montañas rodean el paraje. Wittgenstein había hecho un plano para orientar a su amigo Georg Edward Moore  y eso te permitía buscar el recoveco de su cabaña, pues en aquellos tiempos no había GPS ni nada similar y tenía que apañarte con el mapa de turno.

Wittgenstein había nacido en un palacio vienés, porque su familia nadaba en la opulencia y gustaba de cultivar la rica vida cultural finisecular. Pero luego renunció a su fortuna y ejerció de maestro en un pequeño pueblo austriaco, además de oficiar como jardinero en un monasterio. Durante su periodo escolar coincidió en Linz con un compatriota coetáneo y hay fotos donde se les ve juntos. Me refiero a Adolf Hitler. Caprichos del destino.

Hecho prisionero en la Gran Guerra, durante su cautiverio y antes en las trincheras escribió una serie de aforismos en un cuaderno. Bertrand Russell, reconociendo su ingenio y excusando su mal genio, le hizo doctorarse con ese trabajo en Cambridge. Se llama Tractatus logico-philosophicus (traducido al castellano del alemán por Enrique Tierno Galván) y su contenido revolucionó el panorama filosófico. Wittgenstein mantiene allí que nuestro lenguaje configura los límites de nuestra mente y que sólo podemos vislumbrar el exterior arrojando la escalera utilizada para hacerlo.

Es famoso el último de sus aforismos: “Lo que se deja expresar, debe ser dicho de forma clara; sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar”. Este sería el caso del universo ético, porque hay cosas que no cabe decir y sólo se pueden mostrar. Pese a ello no dejó de impartir una Lección sobre ética, traducida e introducida nada menos que por Javier Muguerza, el introductor entre nosotros de La concepción analítica de la filosofía.

Al estudiar el “giro lingüístico” de la filosofía resulta inevitable acudir al segundo Wittgenstein, que define al lenguaje como una caja de herramientas y nos habla de los juegos del lenguaje. La filosofía analítica se propuso erradicar los falsos problemas planteados por las especulaciones metafísicas y dio lugar a una corriente que desdeña cuanto no pase por sus protocolos. Admitiendo el interés del enfoque, a veces uno tiene la impresión de que pierden mucho tiempo comentando distintos ejemplos y que las ramas finalmente no dejan ver el bosque.

Wittgenstein había estudiado ingeniería en la Universidad técnica de Berlín e incluso hizo sus pinitos en arquitectura, diseñando una casa en Viena para una de sus hermanas.  Como en tantas otras ocasiones, la filosofía debe uno de sus iconos a un genio que no se propuso cultivarla como disciplina, pero que llegó a ella con aportaciones muy originales.

Los mentores que Wittgenstein reconoce son un filósofo atípico y un escritor cuya obra literaria es muy filosófica. Este último es Tolstoi, quien se propuso traducir al ruso El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. Tras proponerle a un amigo hacerlo entre ambos, Tolstoi acabo consagrándose a una de las cumbres de la literatura universal: Anna Karenina.

Schopenhauer era el filósofo predilecto de Wittgenstein y, curiosamente, al recensionarla el escritor alemán Jean Paul comparó esta obra con el paisaje de un fiordo noruego, aunque ciertamente no se refiere a ese luminoso verano culminado por el sol de medianoche, sino a un invierno que cuadraba mejor con el proverbial pesimismo de su autor. En la cita que sigue queda muy bien descrito no sólo el ánimo de Schopenhauer, puesto que refleja el carácter de Wittgenstein. Eso nos hace comprender mejor su estancia en el Sognefjord.

 “El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer es una obra filosófica genial, audaz, polifacética, colmada de ingenio y perspicacia, pero su desconsoladora e insondable profundidad le hace asemejarse a un melancólico lago noruego sin olas ni pájaros y sobre cuyas oscuras riberas flanqueadas por escarpados peñascos nunca brilla el sol, sino sólo el estrellado cielo diurno”.

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