Debate y Convergencia

Luces y sombras de la industria editorial

“¿Usted sabe qué lee su hijo? Yo sé que hay colegios donde “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, es un texto obligatorio. “Cien años de soledad” es para muchos una novela bien escrita, interesante, llena de ganchos, entretenida. Pero… ¿usted la leyó? A mí no me gusta que mi hija adolescente lea -y menos por obligación- una novela que resuma sexo, hedonismo, infidelidades y descripciones sicalípticas”

Carta abierta a los padres argentinos, Revista Gente (Editorial Atlántida), diciembre de 1976

“La cultura es la sonrisa que brilla en todos lados, en un libro, en un niño, en un cine o en un teatro”. Es una hermosa frase de un tema de León Gieco. La fuente de inspiración de esa canción muy popular, escrita en 1980, es bastante desconocida para el gran público. La cultura es la sonrisa fue una respuesta-repudio a una medida adoptada por la última dictadura cívico-militar a fines de 1979: el 20 de diciembre de ese año, el entonces ministro de Educación Rafael Llerena Amadeo anunció por cadena nacional el cierre de la Universidad de Luján.

El desafío de León Gieco no pasó desapercibido para las autoridades y fue citado al Primer Cuerpo del Ejército. Allí, el general Montes le advirtió “Si usted vuelve a cantar esa canción yo mismo le vuelo la cabeza”. En 1981, el tema fue grabado -incompleto- en el álbum “Pensar en Nada”. Le faltaba una estrofa: “Sólo llora en un país donde no la pueden elegir/ solo llora su tristeza si su ministro cierra una escuela/ llora por los que pagan con el destierro o mueren en ella/ ay, ay, ay que se va la vida mas la cultura se queda aquí”.

La persecución a artistas, escritores, intelectuales fue una práctica sistemática del régimen militar. La lista negra con las más de 200 canciones prohibidas fue publicada por el Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) en 2009. En particular, la dictadura se ensañó contra el mundo literario tal como atestigua la intervención de la Biblioteca Popular rosarina Constancio C. Vigil, la clausura de la Editorial de la Flor, la prohibición de escritores y libros, el allanamiento a la editorial Siglo XXI, por mencionar algunos ejemplos.

El pasado 10 de mayo Alemania conmemoró los 90 años del denominado “Bibliocausto” nazi. Las imágenes que muestran la quema de 25.000 volúmenes de libros en el Opernplatz de Berlín se convirtieron en un símbolo mundial de la barbarie cultural. Ese mismo día, las hordas hitlerianas organizaron quemas de libros en otras veinte ciudades en el marco de la “Acción contra el espíritu no alemán”. El operativo fue ejecutado por la Unión de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas con el apoyo del ministro de propaganda del Reich Joseph Goebbels. Unos días antes, los estudiantes nazis habían convocado a las universidades a movilizarse contra el “espíritu de descomposición judío”. Lo que siguió es conocido: saqueo de bibliotecas y librerías, autores prohibidos, quema de libros.

La dictadura militar argentina replicó esa práctica. El 29 de abril de 1976, el jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, Jorge Eduardo Gorleri, comandó la quema de centenares de libros de León Trotsky, Mao Tse-Tung, Ernesto Che Guevara, Fidel Castro, Juan Domingo Perón, fascículos del Centro Editor de América Latina (CEAL) – el sello fundado por el mítico Boris Spivacow- y títulos de literatura general confiscados de librerías y bibliotecas particulares de Córdoba. Ante la presencia de periodistas locales, Gorleri sostuvo que incineraban “esta documentación perniciosa que afecta al intelecto, a nuestra manera de ser cristiana y a nuestro más tradicional acervo espiritual sintetizado en Dios, Patria y Hogar”.

El 26 de junio de 1980, la policía de la provincia de Buenos Aires quemó más de un millón y medio de libros del CEAL en un baldío de la localidad de Sarandí. En el trabajo “Bibliotecas y dictadura militar. Córdoba, 1976-1983”, Federico Zeballos sostiene que “la quema de libros fue el último eslabón de la cadena represiva sobre la cultura. Tenía un fuerte mensaje intimidatorio dirigido a la comunidad e incluía la exposición pública de los libros secuestrados, el discurso de alguna autoridad castrense, la toma de fotografías antes y durante la quema, y la posterior publicidad de lo sucedido en diversos medios de comunicación”.

La industria editorial argentina

La represión cultural se reflejó en una fuerte caída en la cantidad de impresiones de libros: de casi 50 millones en 1974 a 17 millones durante el período 1979-1982. La recuperación democrática dejó atrás esa etapa oscurantista, con independencia de los vaivenes económicos que impactaron (para bien y para mal) en la producción editorial.

Luego la estructura de precios relativos en la convertibilidad menemista favoreció la importación en desmedro de la producción nacional. Además, se produjo un traslado parcial de los trabajos de impresión hacia países de la región con menor costo de mano de obra y equipamiento más moderno. Esto provocó una reducción en la producción y el empleo incluyendo un menor consumo de papel nacional. El sector sufrió cambios morfológicos en los noventa y ese nuevo escenario tuvo un reflejo institucional: las editoriales extranjeras se agruparon en la Cámara Argentina de Publicaciones (CAP) y las pymes nacionales quedaron en la tradicional Cámara Argentina del Libro (CAL).

En los últimos años el récord de ejemplares publicados se alcanzó en 2014 con 129 millones de unidades. La gestión de Alberto Sileoni al frente del Ministerio de Educación significó un apoyo muy grande para las pequeñas y medianas editoriales nacionales. El programa de compras masivas de libros acercó millones de textos de muy buena calidad a estudiantes de las escuelas públicas.

Esa política fue discontinuada por el gobierno macrista que también recortó la asistencia que recibían las bibliotecas a través de la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Conabip). En pocas palabras, la Conabip interrumpió su tradicional compra anual centralizada y redujo los fondos destinados al subsidio de compras de las bibliotecas populares. Por otro lado las editoriales, al igual que el resto de las ramas industriales, enfrentaron un combo explosivo: incremento sustancial de los costos logísticos, de tarifas y servicios básicos, y una fuerte caída de la demanda. El número de ejemplares publicados no paró de caer en esos cuatro años: 83 millones (2015), 63 millones (2016), 51 millones (2017), 43 millones (2018) y 35 millones (2019).

El gobierno de Alberto Fernández tuvo fortalezas en términos macroeconómicos que quedaron opacadas por un cúmulo de razones (internismo destructivo, aceleración inflacionaria, pérdida de poder adquisitivo, entre otras) que exceden al análisis de esta nota. En términos microeconómicos, la falta de aprovechamiento comunicacional de logros gubernamentales cabe también para lo ocurrido con el programa Libros para aprender, que retomó la política pública de compra masiva de libros que apuntaló la supervivencia de editoriales pequeñas y medianas, librerías, ferias del libro, escritores, libreros, traductores ilustradores, imprenteros y correctores.

La industria editorial se recuperó en 2021, luego de la crisis pandémica, con 44 millones de ejemplares publicados. El sendero ascendente continuó en 2022 con 63,5 millones de ejemplares, de los cuales más de 15 millones correspondieron a compras institucionales del Ministerio de Educación de la Nación. Las adquisiciones de la cartera educativa incluyeron libros de texto de primaria, secundaria y literatura general de autores noveles y consagrados del ámbito nacional e internacional. Esa activa política pública es desconocida para la mayoría ciudadana.

El problema del papel

La concentración económica es uno de los rasgos del sistema de producción capitalista. Y la producción papelera no es la excepción. En la Argentina, este insumo clave es manejado por dos fabricantes: Ledesma, propiedad de la familia Blaquier/Arrieta, y Celulosa Argentina, dirigida por el salteño José Urturbey. La oferta local es completada por la provisión de tres firmas importadoras.

Las editoriales nacionales denuncian una situación abusiva en este terreno con cartelización de precios, desabastecimiento y rentabilidad excesiva. Los aumentos desmesurados en el precio del papel (incluso en dólares) incrementaron la incidencia de este insumo en el costo del libro del 30 al 54 por ciento. En otras palabras, la materia prima cuesta más que el trabajo de autores, editores, diseñadores, imprentas y encuadernadores sumadas. En enero de este año, la CAL denunció aumentos en torno al 150 por ciento de papel obra, ahuesado y ecológico y del 300 por ciento para el papel ilustración para tapas de libros y para interiores de libros infantiles.

Los típicos problemas de un mercado oligopólico se potencian por la reconversión a escala global de la industria papelera. El crecimiento del comercio electrónico incentivó a una mayor fabricación de papel de embalaje y cartones ondulados en desmedro de los productos gráficos.

Mientras tanto, la tradicional 47 Feria Internacional del Libro de Buenos Aires cerró con resultados más auspiciosos que los proyectados. El año pasado, la Feria alcanzó en la reapertura pospandemia un récord histórico de visitantes: 1.3 millones de personas. Este año, el número de visitantes al predio Ferial de la Sociedad Rural fue un poco menor (1.2 millones de personas) y las ventas tuvieron una leve caída. La Feria del Libro argentina revalidó sus credenciales como uno de los eventos culturales más importantes del mundo. Ay, ay, ay que se va la vida más la cultura se queda aquí.

Fuente: Paguina12

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