Literatura en el siglo XXI

Lee otras entregas de la serie La literatura no es lo que era.

Cuando Bob Dylan ganó el Premio Nobel de Literatura, decidí leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, como un pequeño homenaje a los tiempos en que la literatura y el libro eran considerados manifestación cimera de la creatividad humana. A mis tantas amistades extrañadas por mi postura, les advertí que se trataba de una elección personal: la escritura en formato libro para disfrutar en solitario, matrimonio feliz y fértil que cambió al mundo para siempre desde el invento de Gutenberg.

Sin menospreciar a Dylan, me hubiese gustado que Margaret Atwood, Antonio Muñoz Molina o Amoz Oz ganaran el premio literario más famoso del planeta. No olvidaba la vieja relación entre poesía y música, evidente en la canción, el género poético omnipresente en la contemporaneidad; tampoco la dificultad de establecer los criterios de autoridad que legitiman o no determinado discurso como literario. En rigor, Dylan es un poeta que canta o, si se prefiere, un músico que escribe poesía. Además, su capacidad de llegar a tanta gente de diversas generaciones indica que el camino musical tomado por el Nobel estadounidense es el más correcto de cara a librar a la literatura de las taras elitistas que tantas veces se le han atribuido. El veredicto de la Academia Sueca atendió a la calidad y trascendencia de la obra de Dylan de cara a la tradición poética de su país, así que parecían no faltar razones.

No obstante, sigo creyendo que la Academia llovió sobre mojado al galardonar a alguien tan reconocido en su ámbito específico, la música, en detrimento de autores y autoras de literatura hecha exclusivamente para ser leída. Los libros difíciles tienen su lugar natural en el Nobel de Literatura, faltaba más. En este sentido, el premio a Dylan sentó un precedente: ¿por qué no otorgarlo a Chico Buarque de Holanda, Rubén Blades o Joan Manuel Serrat? En el campo de la narrativa, Vince Gilligan, creador de la genial serie televisiva Breaking Bad, podría ser un buen candidato. En el siglo XXI, las narrativas transmedia no sirven solamente al mundo de los negocios, sino también a los afanes de la literatura: el particular desarrollo del universo de George R. R. Martin o de J. K. Rowling podría eventualmente llamar la atención del Nobel.

Se me dirá que estos autores son menos cercanos a la literatura, tal como la entendemos contemporáneamente, que Bob Dylan. La verdad es que el estilo literario de las canciones de Dylan me parece superior a la escritura de J. K. Rowling, pero la guerra contra las élites que marca esta época no perdona a nadie, ni siquiera a los científicos que triunfaron contra la covid-19 al crear la vacuna. Rowling está más cerca de la sensibilidad general, requerida de una épica pop y de una mitología que renueve el heroísmo desde las causas sociales de la época, asociadas a la aceptación y fomento de la diversidad.

El presente y el futuro de la literatura sin duda están relacionados con los universos transmedia y, desde luego, con los caminos que tome el mundo editorial en tanto negocio e iniciativa promotora de determinados valores. Ya no se trata de la dicotomía del siglo XX entre gran literatura y bestsellers, con editoriales que no hacían dinero en grandes cantidades pero contaban con lo que Pierre Bourdieu llamó “capital cultural”: prestigio, garantía de calidad, autores promovidos por la crítica especializada y las universidades. Se trata de que siga siendo negocio y tenga sentido para las editoriales privadas y estatales publicar literatura, en el sentido de arte verbal que se interroga por su propia naturaleza y reta los afanes de popularidad masiva. Recordemos que su prestigio cultural y educativo ha disminuido, tal como planteé en “Siglo XX: la épica del escritor”, artículo anterior de esta serie. Además, las tecnologías digitales han permitido fenómenos como la fandom y los youtubers, que atraen a un público juvenil que no utiliza los canales tradicionales de las editoriales.

Hoy más que nunca hay que rescatar el valor de la reseña y de las recomendaciones, en el contexto no solo de los medios impresos y digitales, sino de las redes sociales. Saber usar las redes es esencial. Ya no nos conformamos, como en otros tiempos, con los suplementos culturales de nuestro país y acaso alguno del extranjero; ha aumentado la disponibilidad de publicaciones en distintos idiomas. El reto educativo es mayor, porque la fiabilidad del canon ha disminuido drásticamente. Homero y Shakespeare están muy presentes en la cultura audiovisual actual, sin embargo, poco les importa a los amantes de la cultura pop el parentesco del universo Marvel o de Juego de tronos con esas fuentes del pasado. No leerán a autores como los mencionados; puede que ni siquiera en las escuelas de Letras.

Rodeados de narraciones en muy diversos formatos, los y las escritores afrontamos el reto tremendo de llegar al segmento de público al que le puede interesar la novela, el cuento, el ensayo, la poesía. Pensábamos que la tecnología digital nos libraría del encierro en los límites estrechos de la nación, pero no ha sido así; el público nacional sigue siendo clave para darse a conocer, asunto que sabemos muy bien los escritores y escritoras venezolanos, que perdimos total o parcialmente la conexión con la lectoría de nuestro país, dentro y fuera de este. Con terquedad, los lectores de literatura prefieren el formato impreso e ir a librerías; quienes no estamos en este circuito no existimos. España sigue siendo el país clave para la literatura en el idioma de Cervantes y lo mejor que le puede pasar a quien escribe novela es que lo publique una transnacional.

En cualquier caso, los jóvenes siguen fluyendo hacia la escritura literaria. Precisamente en la existencia de nuevos escritores y escritoras, a pesar del declive del prestigio de la literatura, y de lectores fieles de la escritura que se halla a sí misma en las líneas de los grandes exponentes del pasado, reside el bastión más sólido para el arte verbal interesado en retar a los lectores en lugar de complacerlos. Los editores que se vayan por este camino tendrán que seguir con un pie en los réditos y otro en la apuesta literaria; inevitablemente, las adaptaciones al cine, al cómic, a las series de televisión serán garantía de supervivencia. Seguirán proliferando las editoriales de nicho, especializadas, por ejemplo, en poesía. En cuanto a las ferias, habrá que acostumbrarse a compartir espacio con youtubers y con jóvenes autores con pocas lecturas y un sentido agudo de los gustos de sus contemporáneos.

En todo caso, no vale la pena cultivar el pesimismo; es mejor seguir leyendo y escribiendo.

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