Las AR-15 ocupan un lugar funesto en la vida estadounidense

Además de las espeluznantes imágenes de las cámaras de seguridad de la persona que mató a seis personas, entre ellas tres niños, en la Escuela Covenant de Nashville la semana pasada, aparecieron algunas imágenes menos publicitadas pero no menos desconcertantes: fotografías, al parecer obtenidas de las redes sociales, de armas de asalto pertenecientes a la atacante.

Las armas estaban adornadas con lemas adolescentes (“fuego del infierno”) y decoradas con calcomanías que podrían haber estado en una patineta: el logotipo de la casa de moda Stüssy, una ilustración azul y roja similar a la obra del artista gráfico conocido como Kaws, un globo granate de procedencia incierta.

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Estas armas no me recordaban al rifle .30-06 que utilizo para cazar ciervos en la Península Superior de Míchigan ni a ninguna otra arma que haya manipulado antes. Al principio, ni siquiera las identifiqué en la misma categoría. Me recordaban a la guitarra que tenía cuando era un estudiante angustiado de noveno grado, con una calcomanía de la campaña de Ralph Nader y la frase “Esta máquina mata fascistas” escrita con rotulador permanente tratando de imitar a Woody Guthrie. Esas armas eran letales, sí. Pero, así como mi guitarra no era solo un instrumento musical, sino también un medio de expresión personal (torpe y estereotipado); las armas eran actos y ocasiones para generar conversación.

Comprender el atractivo cultural de los rifles semiautomáticos AR-15 como los utilizados en Nashville puede no ser tan urgente como la cuestión política de su disponibilidad. De hecho, aunque en general apoyo el derecho a las armas, estoy a favor de imponer restricciones a la fabricación y propiedad de armas tipo AR-15. Sin embargo, el problema es más profundo que las armas de fuego: no solo la existencia de los villanos que aprietan gatillos, sino también el lugar específico que ocupan esas armas en la vida estadounidense y la lógica por la que su posesión parece justificable en la mente de los entusiastas.

AR 15 with ammunition laying near it.

El AR-15 se sitúa en la intersección de una afición relativamente inocente y la siniestra popularización de rasgos de la cultura miliciana de la década de 1990, incluso entre personas que llevan una vida apegada a la ley. El principal argumento de venta del AR-15 es que puede modificarse, configurarse y volver a imaginarse de manera infinita. Puede ser más ruidosa o más silenciosa, más fácil de cargar, manipular, disparar y recargar o más letal. Está pensada para combinarse con una gama al parecer interminable de culatas y empuñaduras personalizables, dispositivos de mitigación de explosiones, cañones de pistón y juegos de conversión. Estos componentes se combinan a su vez con un amplio surtido de accesorios: chalecos, cascos, correas y otros equipos que siempre se denominan “tácticos”.

Este adjetivo —y la ubicuidad de las referencias a los “tácticos” en la publicidad, los sitios de reseñas y los foros de aficionados— es lo que sugiere el aspecto funesto de la cultura de la AR-15. ¿Quién practica exactamente estas tácticas, dónde y con qué propósito? Lo que indica este asunto de las “tácticas” no es tanto un compromiso con la acción (la inmensa mayoría de quienes poseen AR-15 respetan la ley) como un estado de ánimo general. Para el aspirante a estratega, cada lugar habitado por seres humanos —urbanizaciones, complejos de departamentos, tiendas, centros comerciales, hoteles, iglesias, hospitales y, desde luego, escuelas— es otra oportunidad para imaginarse participando en maniobras de tipo militar. ¿Dónde te refugiarías si estuvieras aquí? ¿Cómo mantendrías la posición? ¿Qué armas y equipo utilizarías?

Esos hábitos mentales pueden ser útiles en el entrenamiento de las fuerzas especiales estadounidenses. Pero, en un momento de aislamiento social, disturbios raciales, aumento de los índices de delincuencia y abuso generalizado de drogas, es más difícil ver el lado positivo de inculcar esta actitud paranoica entre millones de ciudadanos estadounidenses que, por lo demás, no muestran señal alguna de querer mudarse a la remota Montana ni almacenar balas para el día en que lleguen los helicópteros negros (parte de la trama de una teoría de la conspiración).

Soy un cazador entusiasta, aunque poco distinguido, para quien el momento más agradable del año es el largo fin de semana de Acción de Gracias, cuando salgo del puesto de caza de ciervos solo para ver el partido de fútbol americano entre Míchigan y Ohio State. Mi primer recuerdo del uso de un arma es a los 6 años, cuando disparé y fallé a una nube de murciélagos que volaban sobre un viejo granero en el límite de nuestra propiedad. No obstante, el mundo de los culatazos y los dispositivos de mitigación de explosiones está tan lejos de mi experiencia como practicar el ala delta. Para los entusiastas de la AR-15, el arma no es un medio para alcanzar un fin —una herramienta con la que cazar, un arma con la que proteger a la familia y la propiedad—, sino el fin en sí mismo, un lugar de fantasía y creación de significado.

Sospecho que parte de la razón del auge de la AR-15 es el declive de otras aficiones estadounidenses: la reparación de automóviles, la fotografía de cuarto oscuro, la radioafición y similares. Los automóviles se han convertido en enormes computadoras móviles que a menudo solo pueden reparar los concesionarios que autoriza el fabricante, cualquiera que tenga un celular puede tomar fotografías de alta calidad y ya nadie necesita bandas de radio de frecuencia limitada para hablar con gente del otro lado del mundo. La posesión de armas es uno de los últimos vestigios de comunidad para aquellos que alguna vez pudieron disfrutar de las oportunidades de búsqueda inocente de la maestría y el refinamiento que ofrecían esos pasatiempos inofensivos.

Sin embargo, a pesar de todas las modificaciones de los aficionados, la realidad es que estas armas asesinas vueltas fetiche, que sus propietarios a menudo tratan como si fueran igual que barcos de modelismo o cartas de Pokémon, se han utilizado en repetidas ocasiones en incidentes como el ocurrido hace poco en Nashville. La omnipresencia de estas armas —posibilitada por el fin de la prohibición federal de las armas de asalto en 2004— ha llevado a la creación de condiciones sociales y culturales en las que estos tiroteos se han convertido en un hecho conocido de la vida estadounidense. En ese sentido, incluso la “inofensiva” afición a la AR-15 se sitúa en algún punto de la misma línea que nuestra actitud acrítica hacia los videojuegos violentos, nuestra alegre aceptación de la legalización del cannabis y de las apuestas en línea, así como nuestra indiferencia informal hacia los estadounidenses más débiles y vulnerables.

En una postal navideña de diciembre de 2021, el representante de Tennessee Andy Ogles, un republicano cuyo distrito incluye Nashville, conmemoraba el nacimiento de Cristo posando junto a su familia con su colección de rifles de asalto. Ese mismo mes, el representante Thomas Massie, republicano de Kentucky, publicó en Twitter una foto de su mujer y sus hijos delante de su árbol de Navidad en la que todos sostenían un arma de asalto. Mi oposición a lo que representa el AR-15 no es un intento metodológicamente riguroso de identificar la causa principal de lo que algunos científicos sociales llaman tiroteos masivos. Es, en cierto modo, simplemente una expresión de esperanza a favor de una cultura más sana, una súplica para que algo distinto al hipotético terrorismo constituya la base de nuestro tiempo de ocio y de nuestros recuerdos familiares.

Fuente: NYT, EEUU

Matthew Walther es escritor colaborador de la sección de Opinión de The New York Times. Es el editor de The Lamp, una revista literaria católica, y miembro de los medios de comunicación en el Instituto de Ecología Humana de la Universidad Católica de América.

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