La amenaza nuclear no desapareció con el final de la Guerra Fría, a pesar de que fue entonces cuando las dos superpotencias enfrentadas redujeron los arsenales y los misiles con carga nuclear, más de 60.000, prácticamente a un tercio del momento álgido en la carrera armamentística. La guerra de Ucrania ha despertado a la humanidad respecto al peligro que representa todavía la existencia de un armamento con capacidad para destruir varias veces el planeta entero en caso de una guerra con intercambio de misiles nucleares de largo alcance.
Prueba de un misil balístico ruso.© RUSSIAN DEFENCE MINISTRY PRESS S (EFE)
Los esfuerzos de control de Reagan y Gorbachov en la década de los ochenta no solo han quedado estancados, sino que en estos años China ha asumido un fuerte protagonismo como potencia nuclear emergente y han entrado nuevos actores fuera del Tratado de No Proliferación. Es una ironía que Rusia firmara en enero de 2022 una declaración conjunta con las otras grandes potencias nucleares (China, Francia, Reino Unido y Estados Unidos), en la que se repite que “una guerra nuclear no se puede ganar y no debe ser librada jamás”, y que lo hiciera apenas un mes antes de que Putin ordenara la invasión de Ucrania.
A pesar de las reiteradas amenazas de Moscú, hay acuerdo entre los especialistas militares en la escasa probabilidad de un ataque nuclear ruso, ni siquiera de baja intensidad o táctico. Entre otras cosas, porque podría afectar a territorio y población de la misma Rusia y convertiría a Putin en un paria, incluso para quienes son ahora muy benévolos con sus malas excusas para agredir a Ucrania. Sin necesidad de intimidar de nuevo con el contundente argumento del golpe nuclear, Putin tiene todavía margen para proseguir en la escalada e intensificar la presión en un intento de forzar a Zelenski a negociar en condiciones poco favorables. Lo demuestran su esfuerzo por recuperar la iniciativa terrestre con los reservistas llamados a filas (incluso rescatados de la cárcel); la anexión formal del territorio ucranio ocupado; el bombardeo de las infraestructuras de agua, gas y electricidad en Ucrania; la extensión de la guerra híbrida a infraestructuras gasísticas y eléctricas europeas o la diplomacia del petróleo, que ha encontrado la complicidad culpable de Arabia Saudí en la disminución de la producción.
Putin ha sacado ya un enorme rendimiento disuasivo a sus amenazas nucleares. Incluso en dirección a Estados Unidos, que se ha abstenido de proporcionar a Ucrania el armamento de largo alcance que necesita para responder en el mismo lenguaje con el que el Kremlin está destruyéndola. La invasión entera, a pesar de su fracaso, no se hubiera podido ni siquiera empezar sin el paraguas disuasivo de Rusia, en el que la clásica santuarización nuclear concebida como sistema de defensa se ha convertido en santuarización agresiva, en la que la potencia nuclear tiene carta blanca para atacar a las que no la tienen ni cuentan con la cobertura de otra potencia nuclear.
Pese a su exigua probabilidad actual, el ataque nuclear no puede excluirse de la lista de riesgos del presente. La doctrina rusa no descarta un primer golpe preventivo si considera que pesa sobre la Federación una amenaza existencial, cuya evaluación depende exclusivamente del propio Putin. No conviene sucumbir al pánico ni a los efectos disuasivos buscados por el Kremlin, especialmente de cara a precipitar una negociación, pero tampoco olvidar que permanece latente esa amenaza nuclear, pendiente no solo de las voluntades políticas sino también del riesgo de eventuales errores o accidentes.
Fuente: El País, España.