La obsesión de no quedar afuera: la interna como mecanismo de supervivencia y privilegio en la política argentina

Por Osvaldo Gonzalez Iglesias

En la Argentina, la política es, antes que una vocación de servicio, un territorio de supervivencia y ascenso social. Ninguna interna partidaria, por áspera que sea, logra expulsar definitivamente a un dirigente; más bien, opera como un filtro donde cada actor hace lo imposible por no quedar afuera. Este fenómeno, que atraviesa a todas las fuerzas políticas, plantea una pregunta incómoda: ¿los dirigentes argentinos se aferran al juego interno por una auténtica vocación de servicio público o porque la política se ha convertido en una oligarquía económicamente privilegiada?

Internas como mecanismo de supervivencia

Las internas argentinas rara vez son ideológicas. Son, en su mayoría, disputas por espacios de poder y recursos, donde el objetivo esencial no es imponer una agenda programática, sino preservar un lugar en la mesa chica. En el peronismo, el radicalismo o incluso en las nuevas fuerzas libertarias, el «no quedar afuera» se traduce en garantizar bancas, cargos ejecutivos o, al menos, algún contrato en organismos estatales.

Los dirigentes construyen redes clientelares, favores y lealtades para resistir en este tablero. La interna no es el preludio de una depuración política, sino un sistema de reciclaje permanente: quienes pierden, negocian; quienes quedan en la periferia, esperan su momento para volver.

El resultado es que los cuadros políticos rara vez abandonan la escena, incluso después de derrotas electorales, denuncias judiciales o crisis de gestión. La política argentina funciona como un ecosistema cerrado donde la «expulsión» es casi inexistente.

¿Vocación o privilegio?

Desde el discurso, todos los dirigentes se presentan como servidores públicos: hombres y mujeres comprometidos con transformar la realidad, mejorar la vida de los ciudadanos y sostener las instituciones. Sin embargo, la práctica exhibe un sistema de incentivos distorsionados.

Los sueldos políticos, los privilegios institucionales y el acceso a redes de poder económico transforman la actividad en un espacio de beneficios difíciles de abandonar. Ser parte de la política, en la Argentina, significa pertenecer a una élite con ingresos garantizados, contactos estratégicos y una capacidad de incidencia en la asignación de recursos que el ciudadano común no posee.

Esto no implica que todos los políticos actúen movidos exclusivamente por el interés personal, pero la estructura los condiciona: quien queda afuera pierde no solo influencia, sino también seguridad económica.

La política como oligarquía moderna

En términos sociológicos, la política argentina tiende a comportarse como una oligarquía cerrada. Los dirigentes, una vez insertos en el sistema, rara vez regresan al mercado laboral privado. Sus trayectorias profesionales dependen casi exclusivamente de cargos públicos, asesorías, consultorías o vínculos con empresarios que operan en el entorno estatal.

Esto genera una clase política endogámica, donde la circulación real de nuevas figuras es limitada y depende de acuerdos previos con quienes ya ocupan el poder. En lugar de ser un mecanismo de renovación democrática, las internas suelen actuar como un reaseguro para mantener los equilibrios de esta élite, distribuyendo beneficios y cuotas de poder entre facciones.

El costo social de esta dinámica

El problema central no es solo ético, sino también institucional y social. Un sistema donde los dirigentes se perpetúan y priorizan su supervivencia interna tiende a producir políticas públicas de corto plazo, diseñadas para mantener alianzas y sostener redes de apoyo, más que para resolver problemas estructurales.

La obsesión por no quedar afuera desplaza el debate programático, trivializa la discusión legislativa y convierte al Estado en un espacio de administración de favores. Esto explica, en parte, por qué la confianza ciudadana en los partidos y en el Congreso se encuentra en sus mínimos históricos.

¿Es posible revertir este círculo vicioso?

Romper con esta lógica requiere, en primer lugar, mecanismos de control y transparencia que reduzcan los privilegios y limiten los incentivos económicos de la política como carrera exclusiva. En segundo lugar, sería necesario abrir los partidos a la competencia real, evitando que las listas se definan en negociaciones cupulares que solo refuerzan la permanencia de los mismos actores.

Pero, sobre todo, se necesitaría un cambio cultural: recuperar la política como herramienta de transformación colectiva y no como un espacio de ascenso social garantizado.

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