Debate y Convergencia

La modernización china

hina lleva más de un siglo teorizando y desarrollando la idea de modernización. Ello es consecuencia inicial de una doble percepción: la de haberse quedado atrás con respecto a Occidente y también su ambición de mejorar la visión occidental apoyándose en la riqueza de su singularidad civilizatoria.

Cuando el presidente Xi Jinping apela a proyectar una modernización al estilo chino tiene muy en cuenta esa doble premisa. Pero no es patrimonio del xiísmo, ni siquiera del Partido Comunista. Los reformistas chinos del siglo XIX, los nacionalistas del Kuomintang de Sun Yat-sen, como Mao o Deng Xiaoping, todos compartían, con matices bien es verdad, un mismo hilo conductor: la revitalización de China debe sustanciarse, en lo fundamental, atendiendo a una asimilación no exenta de crítica del ideario occidental, aconsejable en el saber técnico pero más  desdeñable en lo filosófico.  De ahí la insistencia de unos y otros en mantener como viga central el pensamiento propio. Sin duda, en esta visión influye el protagonismo histórico ejercido por China durante varios miles de años, en los que fueron siempre por delante, frente a los dos últimos siglos de decadencia, aliviada en las décadas recientes. China ha sido pieza fundamental en la modernización del mundo cuando nosotros estábamos a verlas venir…

El patrón de esa modernización ha evolucionado. En el siglo XIX, la admiración por la tecnología occidental coexistía con cierta autoinculpación del pensamiento confuciano como raíz del atraso, algo que Joseph Needham contestaba llevando el debate a la marginación de la clase mercantil que impidió el surgimiento de una burguesía impulsora del desarrollo científico. Por su parte, los nacionalistas republicanos apelaban al desarrollo económico e industrial como soporte principal de una soberanía redimida y capaz de superar la humillación infligida por los imperios extranjeros.

En el periodo maoísta, la modernización discurrió por dos carriles en permanente tensión, entre el influjo soviético penosamente adaptado y las “cuatro modernizaciones” que Deng recuperaría tras la muerte de Mao convirtiéndolas en santo y seña de su reforma. Todo para pasar “de una relativa imperfección a una perfección relativa”. Pero el denguismo rechazaría de plano aquella otra “quinta modernización”, la política, que Wei Jingsheng remitía al ideario liberal.

¿Qué aporta Xi Jinping a todo este bagaje? En lo cronológico, sugiere un calendario concreto y definitivo, con ese horizonte intermedio de 2035 y el final de 2049. Pero, además, en lo teórico,  actualiza aquella doble premisa inicial: es la singularidad civilizatoria lo que ahora permitirá a China ir más rápido al tiempo de proveer la soberanía precisa para poder hacerlo sin ceder a las exigencias foráneas. Esto significa: liderazgo a toda costa del Partido como expresión 2.0 de aquel viejo mandarinato naufragado, pero también un modelo que en la narrativa oficial apunta a un desarrollo centrado en las personas (el bienestar reclamado por Sun Yat-sen en sus “tres principios del pueblo”) y a un modelo político adaptado a las singularidades de diverso tipo que China manifestaría en razón de su idiosincrasia.

Por otra parte, en lo que atañe al mundo exterior, la apertura es un ingrediente de la modernización que no tiene marcha atrás. En parte porque nadie discute que el aislamiento propició la decadencia, pero también porque el renacer chino no es sostenible al margen del mundo. Es más, esta China moderna no descarta liderar la globalización cuando el proteccionismo es esgrimido por su principal rival estratégico como recurso hegemónico. Por otra parte, recordándonos que su proceso de acumulación y revitalización se basa en excluir la exportación de revoluciones, hambre o pobreza o liarla parda allá donde sus hipotéticos intereses cortoplacistas lo requieran, en clara alusión acusatoria al comportamiento de las elites desarrolladas occidentales que no atienden a razones (ya nos refiramos a comercio o seguridad) si lo que está en peligro es su supremacía. Por el contrario, esta China querría “compartir”, no imponer, su modernidad.

La diagnosis de Needham a propósito del riesgo derivado de aquel dogmatismo ideológico que es incapaz de integrar las innovaciones políticas derivadas de la eclosión de determinados sectores surgidos al abrigo de los cambios, sin hallar espacios para desarrollar sus inquietudes y vocaciones, resuena de nuevo ante lo dificultoso del equilibrio entre el reforzamiento de la autoridad administrativa y el mantenimiento de la liberalidad económica. Esto es especialmente aplicable al sector privado, por otra parte muy beneficiado del desarrollo de los últimos tiempos. Este debe entender y asumir un esfuerzo por socializar la riqueza creada para que la modernidad resultante pueda universalizar en mayor medida sus beneficios.

Aunque sus déficits son importantes aun, la modernización de China en tiempos de Xi ya no afronta aquel reto sumario de la pobreza y el subdesarrollo. Es de otro signo, con la justicia social, ambiental y lo tecnológico como desafíos asociados a la estabilidad política. Tampoco en lo global es parte de un proyecto anticolonial y antiimperialista sino deudor de una celosa soberanía a la vez apegada a la construcción de un nuevo orden multipolar que encuadraría lo occidental y lo liberal, más reducido, en un galimatías conceptual infinitamente más complejo.

Fuente: Observatorio Política China

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