La impunidad como cultura: el dilema argentino frente al castigo por corrupción

Por Osvaldo Gonzalez Iglesias

El fallo que confirmó la condena a Cristina Kirchner reabrió una herida profunda: ¿por qué una parte de la sociedad rechaza que se castigue el robo al Estado? Entre la lealtad política, la desconfianza en la Justicia y una cultura de tolerancia al delito.

En ningún país con instituciones mínimamente funcionales, una condena judicial firme por corrupción debería generar manifestaciones masivas de repudio, paros sindicales, comunicados en defensa del condenado y llamados a la desobediencia cívica. Pero en Argentina, sí.

La reciente decisión de la Corte Suprema de Justicia de confirmar la condena a seis años de prisión y la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, por direccionar obras públicas a favor de Lázaro Báez en la causa conocida como Vialidad, provocó una reacción que dice más de la sociedad que del sistema judicial.
Una parte significativa de la dirigencia sindical, política y social no solo cuestionó el fallo: lo denunció como un acto de persecución, una maniobra desestabilizadora o incluso un atentado contra la democracia.

Y el problema de fondo es otro: ¿cómo puede una sociedad no aceptar que robar —aunque sea una figura de alto poder político— tiene consecuencias?

El castigo como anomalía

El verdadero escándalo no es la condena. Es el escándalo que genera el castigo. El sistema judicial, después de años de dilaciones, confirmó lo que para cualquier observador informado era evidente: hubo un esquema de corrupción estructural durante los gobiernos kirchneristas, mediante el cual miles de millones de pesos fueron desviados hacia un empresario convertido en testaferro. El caso fue juzgado, el proceso contó con múltiples instancias de revisión, y finalmente llegó al máximo tribunal.

Pero ese acto de justicia —tardío, imperfecto, político si se quiere— fue presentado por muchos actores como una infamia. Gremios como ATE Capital, sectores de la CTA, agrupaciones sociales, diputados y senadores que se dicen representantes del pueblo, protestaron en defensa de Cristina Kirchner. No discutieron las pruebas. No refutaron el fallo. Simplemente rechazaron que se aplique la ley.

Así, el castigo al delito se vuelve, paradójicamente, una ofensa a la democracia.

La ideología como escudo moral

Uno de los argumentos más repetidos es que Cristina Kirchner no está condenada por lo que hizo, sino por lo que representa. Que no se la castiga por corrupción, sino por haber desafiado intereses económicos. Es un razonamiento políticamente útil, pero éticamente devastador.

Porque detrás de esa lógica se esconde una premisa inquietante: si quien roba al Estado lo hace en nombre del pueblo, entonces no ha cometido un delito. O peor aún: si ha robado, pero también distribuyó, entonces el robo queda justificado.

En ese punto, la frontera entre el poder y la ley se disuelve. La política se convierte en un espacio de inmunidad simbólica. Y la lealtad ideológica opera como una coartada para todo. Lo que vale no es si alguien sustrajo fondos públicos, sino si lo hizo con una causa “noble”.

Una cultura de tolerancia

La Argentina tiene una larga tradición de indulgencia frente a la corrupción. Desde los sobreprecios en la obra pública hasta las valijas que cruzaban aeropuertos, los escándalos aparecen en los medios, generan un pico de indignación, y luego se diluyen. Casi nadie paga.

El problema no es solo que algunos dirigentes roban. El problema es que muchos ciudadanos están dispuestos a perdonarlos si sienten que ese dirigente los representa, los emociona o los identifica. La corrupción se vuelve un costo asumible del liderazgo.

Esa lógica ha calado hondo en vastos sectores de la sociedad. El mensaje que se transmite —con marchas, comunicados y cadenas militantes en redes sociales— es que Cristina Kirchner no puede ir presa porque simboliza algo superior a la ley: la historia, la patria, la justicia social.

Y entonces el castigo penal no es solo rechazado: es impugnado moralmente.

¿Puede la democracia sostenerse así?

Una democracia no puede funcionar sin una regla básica: todos son iguales ante la ley. El día en que esa regla se suspende para alguien —sea un presidente, un sindicalista o un empresario amigo del poder—, la institucionalidad se erosiona. No se trata de nombres propios. Se trata de la arquitectura de la convivencia democrática.

No es un problema del Poder Judicial solamente. Es una cuestión cultural, que atraviesa partidos, generaciones y sectores sociales. Si un sector de la sociedad considera que el castigo por corrupción equivale a una persecución, entonces no está fallando solo la Justicia: está fallando la pedagogía de la democracia.

Y no se sale de ese círculo vicioso solo con fallos. Se sale con verdad. Con educación cívica. Con partidos que no conviertan a sus líderes en mártires. Con dirigentes sindicales que representen a sus trabajadores y no a su jefa política. Con ciudadanos que no se resignen a vivir en un país donde robar está mal, pero que te condenen por eso está peor.

Una oportunidad perdida (¿una más?)

La condena a Cristina Kirchner podía haber sido una oportunidad para que la sociedad argentina diera un paso civilizatorio. Para que, más allá de las simpatías o rechazos, se aceptara una verdad básica: quien administra fondos públicos no puede apropiarse de ellos. Que la política no es una zona libre de castigo.

Pero no fue así. Otra vez, la Argentina eligió ver en la justicia un enemigo y en el castigo, una amenaza. Como si el respeto por la ley fuera un privilegio de pocos, y la impunidad, un derecho popular.

No se trata de Cristina Kirchner. Se trata de nosotros. Y del país que seguimos siendo incapaces de construir.

Tags

Compartir post