Vivimos una época bisagra, un tiempo en el que los conceptos y las ideas, que durante años parecían inamovibles, están sufriendo transformaciones profundas en sus significados, o incluso en algunos casos, se está llevando a cabo una recuperación de su esencia original. Esto se debe a los cambios vertiginosos que estamos viviendo en el contexto social y político actual. En este sentido, los derechos de cuarta generación, aquellos que buscan la igualdad y la justicia en ámbitos más complejos como los derechos reproductivos, la identidad de género y la inclusión, intentan ser recuperados después de una era reciente en la que, al reconocer su verdadero alcance, fueron desvirtuados, tergiversados y, en muchos casos, utilizados para fines personales, ideológicos y partidarios.
En este panorama, el tiempo y la política fueron actores cruciales. Los derechos que inicialmente surgieron como fundamentales, necesarios y legítimos, fueron vaciados de su contenido original y reducidos a meras consignas, utilizadas para manipulación política. Este fenómeno generó una sensación de hartazgo entre las personas, quienes comenzaron a percibir que aquello que en principio se había considerado justo y necesario se había convertido en un discurso vacío y repetido, llevado al extremo de perder toda coherencia y profundidad.
Este vaciamiento no solo fue conceptual, sino también social. Surgió una acción de cancelación implacable, una suerte de inquisición que castigó a miles de personas de diversas esferas sociales y culturales por el simple hecho de haber pensado de manera diferente a las corrientes predominantes. Intelectuales, periodistas, escritores y profesores universitarios fueron blanco de esta persecución por haber manifestado ideas divergentes. Incluso la historia, ese relato que nos conecta con el pasado y nos permite entender el presente, fue sometida a un juicio de valor despiadado, guiado por gesticulaciones de odio y desprecio. El discurso de la corrección social, lejos de ser moderado y reflexivo, fue regulado por quienes carecían de un sentido histórico y racional profundo, desvirtuando la verdadera esencia de los hechos.
Hoy, a pesar de este panorama, seguimos viviendo en una era de transición, donde los cambios son inevitables, aunque nos enfrentamos al temor de lo desconocido. Un claro ejemplo de esta transformación es el triunfo de Donald Trump en los Estados Unidos, un fenómeno que refleja el hartazgo de una parte importante de la sociedad. En este contexto, grupos históricamente marginados, como las mujeres, inmigrantes y personas de color, decidieron apoyar su candidatura como una forma de manifestar su cansancio con las políticas demócratas y la deriva que estas tomaron en años recientes. Las manifestaciones en defensa del terrorismo y en repudio al Estado de Israel en diversas universidades, o la descontrolada expansión del discurso radical, reflejan un malestar generalizado ante un sistema que parecía haber perdido el rumbo.
El giro de muchas de las personas que inicialmente se oponían a Trump, pero que hoy lo apoyan, no debe verse únicamente como una postura política, sino como una reacción ante el agotamiento de las narrativas predominantes que, por años, desviaron la atención de lo verdaderamente importante. En el fondo, el problema no solo es político, sino también económico. En Estados Unidos, la inflación y la crisis del mercado inmobiliario, donde los hogares pagan hipotecas con tasas de interés que ya no son tan bajas como antes, son factores que están golpeando fuertemente a una economía que, por años, se consideraba estable.
Este sentimiento de desconfianza y frustración no es exclusivo de Estados Unidos. En Argentina, vivimos un proceso similar, donde, tras años de políticas que no dieron resultados, el voto en favor de candidatos “irruptivos” y “no convencionales” como Javier Milei es una clara manifestación de ese mismo hartazgo. La gente ya no sabe si el futuro será mejor o peor, pero lo que está claro es que el statu quo ya no resulta tolerable. Nos encontramos en una encrucijada: nos lanzamos a los brazos de aquellos que parecen dispuestos a poner todo en riesgo, a desafiar las normas y a cuestionar incluso el sistema que los llevó al poder.
El escenario actual nos invita a reflexionar sobre el futuro. ¿Es posible que este cambio de rumbo sea positivo? Tal vez sea el momento de asumir los riesgos de una transformación profunda. A pesar de las dudas y temores que generan los cambios, es evidente que el agotamiento de las estructuras del pasado nos ha empujado a buscar nuevas formas de relacionarnos con el poder, la política y la sociedad. Quizás, en este contexto, lo que hoy parece peligroso y desconcertante sea, en última instancia, el paso hacia una nueva era.
Lo único cierto es que, como estábamos, ya no podíamos seguir. El tiempo de la conformidad ha llegado a su fin, y el futuro, aunque incierto, es un desafío que estamos dispuestos a asumir.
Osvaldo González Iglesias – Escritor – Editor