La cultura del poder: cómo la conducta de la clase política moldea el pensamiento colectivo

¿Puede el comportamiento de la dirigencia política transformar el alma de una nación? La respuesta, según múltiples especialistas en ciencias sociales, historia y filosofía política, es afirmativa. En toda sociedad, la clase política —entendida como ese conjunto de personas que asumen la responsabilidad de orientar el rumbo común— no solo legisla o gobierna: también modela valores, legitima prácticas, fija estándares de lo aceptable y, sobre todo, influye directamente en la conciencia cultural de la ciudadanía.

Cuando los representantes del poder transitan los pasillos de la gestión con integridad, compromiso público y espíritu de servicio, sus acciones pueden inspirar un marco de convivencia virtuoso. Pero cuando la política se degrada, se desvía del bien común y se vuelve cínica o corrupta, el impacto no se limita al plano institucional: termina impregnando la forma en que la sociedad se relaciona consigo misma y con sus expectativas.


La política como espejo cultural

Desde tiempos antiguos, filósofos como Platón o Confucio ya advertían que quienes conducen los asuntos del Estado deben ser los más sabios, virtuosos y educados. No por elitismo, sino porque su comportamiento tiene un efecto pedagógico sobre el resto de la sociedad. «El gobernante es el educador de la polis», sostenía Platón.

Hoy, ese principio tiene una traducción contemporánea. Según el sociólogo Guillermo O’Donnell, uno de los grandes estudiosos de la calidad democrática en América Latina, el comportamiento ético o desviado de las élites políticas crea un marco simbólico de referencia para la ciudadanía: “Si los líderes roban, mienten o incumplen normas, la percepción social del deber y la ley se devalúa”.

Los valores no se difunden solamente en la escuela o en el hogar, sino también en la plaza pública, en los discursos, en los actos y omisiones de los que gobiernan. La política tiene un poder performativo: moldea creencias, aspiraciones y costumbres de modo indirecto pero persistente.


El ciclo de la desconfianza

Diversos estudios de opinión realizados en países como Argentina, Brasil, México o Italia —históricamente atravesados por crisis políticas y escándalos de corrupción— revelan una tendencia clara: cuanto mayor es el descrédito hacia la dirigencia, más se naturalizan prácticas individuales de desconfianza y desapego social.

«Una dirigencia que traiciona sistemáticamente el interés común produce una ciudadanía que descree de todo proyecto colectivo», señala la politóloga María Esperanza Casullo. Y agrega: “Cuando el poder político incumple su promesa ética, lo que se erosiona no es solo la confianza en los gobiernos, sino también la capacidad del pueblo para imaginar un destino compartido”.

Así, los casos reiterados de corrupción, nepotismo, cinismo discursivo, promesas vacías o privilegios autoasignados generan una cultura del desencanto, donde lo público se percibe como ajeno, ineficiente o irremediablemente corrupto. Esto lleva al repliegue individualista, al “sálvese quien pueda” y a un empobrecimiento del capital social.


Cultura política y representación

La democracia no solo es una forma de gobierno: es también una cultura política. Una sociedad democrática saludable no se reduce al acto electoral, sino que supone una red de hábitos ciudadanos, normas compartidas, deliberación pública y nociones de justicia, mérito y responsabilidad.

En ese contexto, los dirigentes tienen un rol crucial como modelos de conducta pública. Cuando ese rol se desvirtúa, los efectos llegan más allá de las urnas: impactan en la formación de subjetividades, en el sentido común, en el civismo de las nuevas generaciones.

El historiador Tzvetan Todorov advertía que las instituciones no sobreviven solo por diseño legal, sino por el respeto que generan. “Las formas pueden mantenerse, pero si el contenido —los valores que las sostienen— se vacía, entonces se convierten en pura escenografía”, afirmaba.


¿Qué sucede cuando los mejores no quieren gobernar?

Otra dimensión preocupante es que, en contextos donde la política se percibe como un ámbito tóxico o corrupto, las personas más capacitadas o virtuosas se alejan del servicio público. El ideal platónico de que los mejores deben gobernar se invierte: los mejores se retiran, y el campo queda disponible para los más ambiciosos, inescrupulosos o incompetentes.

Este fenómeno —llamado fuga de talentos cívicos— es visible en muchas democracias contemporáneas. La consecuencia es doble: por un lado, se consolida una clase política que se perpetúa a sí misma; por otro, se empobrece el imaginario colectivo sobre qué es posible esperar del poder.


El desafío: reconstruir el lazo ético

Recuperar la confianza en la política no es tarea fácil, pero es indispensable si se pretende recomponer la cultura cívica de una comunidad. Esto implica revalorar la política como una vocación ética, no solo como una competencia por cargos, y asumir que cada decisión, cada gesto y cada palabra de un líder político es una señal para toda la sociedad.

El periodista Tomás Eloy Martínez decía que “las naciones no se salvan con cinismo, sino con la esperanza de que algo mejor es posible”. Para que esa esperanza renazca, se necesita una dirigencia que, sin aspirar a la perfección, sea consciente de que su conducta moldea no solo las leyes, sino también los valores compartidos de su tiempo.


Conclusión

La clase política es mucho más que un conjunto de funcionarios: es el termómetro moral de una sociedad. Su comportamiento tiene el poder de elevar o degradar el horizonte cultural de una comunidad. Cuando los líderes se alejan del ideal de servicio, el daño no es solo institucional: es cultural, profundo y difícil de revertir.

Por eso, no se trata simplemente de exigir “honestidad” o “eficiencia” a los políticos, sino de comprender que en ellos reposa, en gran parte, la narrativa simbólica que una nación se cuenta a sí misma. Y en esa narrativa se juega su identidad, su cohesión y su futuro.

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