Debate y Convergencia

La belleza (femenina) según pasan los años y los concursos

Hace exactamente 100 años, justo antes de la invención de Miss Universo y Miss Mundo -pero ya con la costumbre de elegir reinas de belleza regionales en algunos países-, tuvo lugar en Washington DC un concurso donde hubo cuatro bendecidas por un jurado seguramente masculino. Las pueden ver en la foto con sus respectivos atuendos: medias tres cuartos, trajes de baño que cubren más que una minifalda actual; con actitudes recatadas (la que recibió la copa mayor, casi incómoda), distinta altura. 

Curiosamente, en dos de ellas se puede observar un detalle que les da un toque de modernidad, que no suelen lucir las concursantes del siglo XXI: llevan el pelo corto de las nacientes flappers de los llamados “locos años 20”. Es decir, esas chicas que rompían algunos cánones y códigos, sobre las que escribió Scott Fitzgerald a sus 25 (Flappers y filósofos). Al cortarse el pelo, ellas no solo rompían una imagen tradicional de la femineidad sino que además se liberaban de los cuidados laboriosos que conlleva el pelo muy largo; un alivio que llegó junto con la caída del corsé propiciada por Cocó Chanel, quien también aportó el avance de los pantalones y otras confortables prendas masculinas adecuadas para mujeres más dinámicas, después de las penurias de la Primera Guerra. He aquí los nombres de las ganadoras del certamen de Washington Bathing Beach: Gay Gatley, Eva Fridell, Anna Beibel, Lola Swinnerton.

Como tantas otras cosas, los concursos de hermosura femenina habrían arrancado en la Antigua Grecia, en un episodio que prefiguró la guerra de Troya y que dio origen a una expresión todavía usual: “la manzana de la discordia” (para referirse a personas cizañeras). Según este relato, en las nupcias en el Olimpo del héroe Peleo y la nereida Tetis hubo invitaciones para la crème de la crème de diosas y dioses, exceptuando a Eris que igualmente se presentó al banquete, pero no fue admitida. Resentida, lanzó una manzana de oro del jardín de las Hespérides con una inscripción. “Para la más hermosa”. Hera, Atenea y Afrodita que por ahí andaban se dieron por aludidas y discutieron por la propiedad de la reluciente fruta. Harto de tanta cháchara femenil, el patriarca Zeus las mandó al monte Ida para que el príncipe Paris decidiera la ganadora. El guapo joven adjudicó la manzana a Afro -diosa del amor, reemplazada por Venus en la apropiación por parte de los romanos- que, celestinesca ella, le había prometido el apego de la más linda del mundo: Helena de Esparta, claro, la involuntaria causante de la famosa guerra que nos legó otra frase muy trillada (cambiando el tiempo verbal según la ocasión): “Arde Troya”.

Añares más adelante y bajo los auspicios de otra mitología, en el 525, Medardo (luego santificado), obispo de Noyon, Francia, crea la fiesta de la Rosière para recompensar a la chica más casta y modesta con una suma de contante y una corona floral. Ese galardón a la conducta femenina irreprochable se fue transformando progresivamente en concurso de belleza, mandando la virtud a un segundo plano. De regionales, este tipo de certámenes que se hacían en varios países, pasaron con las centurias a formalizarse como eventos nacionales. En 1920, surge la primera

Miss Francia, subtitulada “la más hermosa del país”; en 1921, tenemos una Miss América (por los Estados Unidos), y así por el estilo hasta que en 1928 se elige, entre representantes de varios países, una Miss Europa.

Luego de la Segunda Guerra, en 1950, quedan asentadas las bases y condiciones para aspirar a la corona de Miss Mundo; y en 1951, para Miss Universo. Concursos ambos que perduran hasta el presente, si bien cada vez más denostados por anacrónicos y sostenedores de un presunto ideal de belleza como máximo valor femenino.

Tres décadas después de aquella competición de 1922 en Washington, una escultural Sofía Sciliccone (luego Sophia Loren) que no había cumplido los 16, empieza a participar en concursos de belleza para delectación de jurados masculinos mirones. Y en 1955, nuestra Isabel Sarli (tres años antes de convertirse en musa, nudista a su pesar, de Armando Bó) gana el título de Miss Argentina en una era de curvas rotundas y poco aerobismo. O sea, 30 años antes del fisicoculturismo promovido en los ’80 por Jane Fonda, que previamente había sido numen de un Roger Vadim -posBardot, posDeneuve-, en la inolvidable, inoxidable Barbarella, de 1968.

Desde que se instituyeron los concursos de belleza, los organizadores bajaron línea ateniéndose a previsibles criterios estéticos (como mínimo, 1,70 de estatura; talle esbelto; cara simétrica, etcétera) para coronar por un año a una reina plebeya, escoltada por un par de princesas ídem. Cabe señalar que en contadas ocasiones se han dispuesto certámenes de belleza para varones, y nunca con la resonancia que supieron tener el siglo pasado los de chicas veinteañeras exhibiéndose en trajes de baño o glamorosos vestidos sexy, melenas en cascada y altos stilettos (como se sabe, el calzado más apropiado para acompañar un bikini).

Antes de desfilar en las rondas para la selección, las más lindas de cada región del país de origen deben ensayar para saber marchar desenvueltas y elegantes en la pasarela, donde serán observadas, según dijo el año pasado una periodista francesa, “como animales de raza en una exposición”. Aparte de las condiciones antes mencionadas, las jóvenes deben ser solteras y no tener hijos. En suma, resultar apetecibles, parecer disponibles para varones héteros.

Como para salvar las apariencias frente a las críticas desfavorables, las aspirantes a reina y a princesas de nuestro siglo presumen de algo más que una cara bonita y son incitadas a mostrar un CV de profesionales o al menos de estudiantes, e incluso se les concede que defiendan los derechos de sus congéneres o se preocupen por la ecología. Honor al mérito: en noviembre de 2017, por su

cuenta, las candidatas del Perú a participar en el certamen mundial dieron cifras de violencia hacia las mujeres en vez de sus medidas corporales. 

Como remarcó en 2021, de visita en Italia, la escritora Paula Harmange, invitada al festival L´Eredità delle Donne (La herencia de las mujeres) en una entrevista para Vanity Fair: “Los concursos de belleza son otra forma de control sobre el cuerpo femenino”.

Concepto relativo si los hubiere, se da por bello todo aquello que procura placer estético según la época, las convenciones, las sensibilidades, las mutantes normas, las modas… La cintura de la Venus de Milo no habría podido concursar como Miss en su propia isla griega. Para no hablar de la paleolítica Venus de Willendorf o, mucho más cerca, de las rollizas muchachas de Rubens. La belleza física pasteurizada que se pide en los concursos, aunque se supone natural, viene reforzada por dietas, gimnasia, maquillaje, peluquería, vestuario, entrenamiento.

“La belleza reside en los ojos de quien la mira”, anotó Oscar Wilde en un artículo para Nine Teenth Century, en 1889. Antes, en el siglo XVIII, el filósofo David Hume había dicho algo parecido: “La belleza de las cosas existe en el espíritu de quien las contempla”. Por su lado, en una entrevista para el suplemento La Mujer del diario Tiempo Argentino, a mediados de los ’80, me dijo Griselda Gambaro: “La belleza es un reflejo”. Ese reflejo que puede hacer brillar la pasión, el entusiasmo, la inteligencia, la gracia.

Merced a la discusión planteada por el feminismo y otros movimientos igualitarios e inclusivos, hoy se está abriendo el concepto de belleza humana, volviéndose más democrático, multicolor, abarcativo. De hecho, aunque el concurso Miss Universo se haya realizado en diciembre pasado en Eilat, Israel, con la consabida selección de chicas jóvenes y bonitas (la argentina Julieta García estuvo ahí), fue consagrada reina Harnaaz Sandhu, de la India. Y obtuvieron el título de princesas la paraguaya Nadia Ferreira y la sudafricana Lalela Mswane. Ninguna blanquita total.

MS

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