Israel y Palestina: religión, territorio y fundamentalismo en un conflicto sin perspectiva de solución

El conflicto entre el pueblo judío de Israel y la comunidad árabe palestina es uno de los más prolongados y complejos de la historia contemporánea. No se trata únicamente de una disputa territorial, sino de un enfrentamiento donde se entrelazan raíces religiosas, identidades nacionales y narrativas históricas irreconciliables.

La pregunta de fondo —por qué no se logra un acuerdo mínimo de convivencia— tiene múltiples respuestas: políticas, geoestratégicas, económicas. Pero un factor determinante, que condiciona cualquier intento de paz, es el fundamentalismo religioso presente en ambas comunidades. Este elemento actúa como un obstáculo constante, alimentando discursos que convierten a la tierra en algo sagrado e innegociable.


Un conflicto de raíces históricas y religiosas

La rivalidad entre judíos y árabes en la región de Palestina no es nueva, pero adquirió una dimensión moderna a partir de finales del siglo XIX con el surgimiento del sionismo —movimiento nacional judío que aspiraba a crear un Estado en la tierra considerada histórica de Israel— y con el crecimiento del nacionalismo árabe en respuesta a la colonización británica y francesa.

En 1948, con la creación del Estado de Israel, la tensión se transformó en guerra abierta. Cientos de miles de palestinos fueron desplazados, en lo que ellos llaman la Nakba (catástrofe), y comenzó un ciclo de enfrentamientos, guerras interestatales (1948, 1967, 1973) e intifadas (1987 y 2000), que dejó heridas profundas y narrativas opuestas:

  • Para los judíos israelíes, el regreso a la “Tierra Prometida” es el cumplimiento de un derecho histórico y religioso.
  • Para los palestinos, es la ocupación de su tierra ancestral y la negación de su derecho a la autodeterminación.

Si bien hay intereses geopolíticos de potencias internacionales en juego, la carga religiosa del territorio —con Jerusalén como epicentro simbólico— lo convierte en un conflicto singular. La Tierra Santa no es solo un espacio geográfico, sino un escenario sagrado, y eso limita cualquier posibilidad de concesión pragmática.


El peso del fundamentalismo en ambos lados

En la sociedad israelí

El sionismo original fue, en sus inicios, un movimiento principalmente laico. Sin embargo, desde la guerra de 1967, con la ocupación de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, los sectores religiosos ortodoxos y nacionalistas religiosos cobraron un papel central. Para ellos, los territorios conquistados son parte de la tierra prometida por Dios al pueblo judío, y por tanto, inalienables.

Los colonos judíos en Cisjordania —protegidos y, en muchos casos, alentados por gobiernos de derecha— son el ejemplo más visible de esta ideología. Para estos grupos, ceder territorio equivaldría a traicionar un mandato divino.

Además, partidos como Shas o facciones del sionismo religioso han presionado políticamente para bloquear acuerdos con los palestinos, considerando que negociar con “enemigos” es una violación a la voluntad divina.

En la comunidad palestina

El fundamentalismo también tiene un peso decisivo en la política palestina. Si bien la OLP de Yasser Arafat fue durante décadas un movimiento laico, el surgimiento de Hamás en los años 80 cambió el escenario. Inspirado en la Hermandad Musulmana, Hamás considera toda la Palestina histórica como tierra islámica waqf (bien sagrado) y, por ende, no negociable.

Esta visión religiosa hace imposible aceptar la existencia permanente de Israel. Para Hamás, cualquier acuerdo es solo una tregua temporal, nunca un reconocimiento definitivo. La misma lógica se replica, con matices, en grupos más radicales como la Yihad Islámica Palestina.


Por qué el fundamentalismo bloquea la paz

Los intentos de paz —como los Acuerdos de Oslo en 1993— se han estrellado una y otra vez contra esta realidad: los sectores moderados quedan atrapados entre dos extremismos que legitiman su intransigencia en nombre de la fe.

  • Para los colonos judíos religiosos, abandonar Cisjordania es renunciar a un derecho otorgado por Dios.
  • Para los islamistas palestinos, aceptar Israel es traicionar el mandato coránico de recuperar toda la tierra musulmana.

El resultado es un círculo vicioso: cada concesión política es vista como una traición religiosa, y cada ataque extremista fortalece a los sectores más radicalizados del lado opuesto.

El fundamentalismo no solo bloquea negociaciones, sino que moldea la percepción del enemigo: no es un adversario con el que se puede llegar a un compromiso, sino un infiel con el que no se debe pactar.


¿Hay espacio para una solución?

A pesar del peso del fundamentalismo, existen sectores en ambas sociedades que apuestan por la convivencia. Movimientos laicos, organizaciones de derechos humanos y grupos mixtos israelí-palestinos trabajan en proyectos de cooperación. Sin embargo, su influencia es limitada frente al poder político y simbólico de los radicales.

Mientras la religión continúe siendo utilizada como arma política y las narrativas sagradas sigan marcando la agenda, cualquier acuerdo será frágil. La verdadera paz requeriría un cambio profundo en la percepción del otro, lo que implica no solo acuerdos diplomáticos, sino transformaciones culturales y religiosas que hoy parecen lejanas.


Conclusión

El conflicto israelí-palestino no es solo un problema de fronteras; es un choque de narrativas sagradas donde el fundamentalismo, tanto judío como musulmán, convierte la tierra en un símbolo absoluto. Por eso, más que un conflicto político, es una lucha existencial.

La pregunta no es solo qué territorio ceder, sino qué relato abandonar, y eso —cuando se cree que el relato es divino— es casi imposible.

Tags

Compartir post