Ethel Smyth, la compositora que lanzaba piedras al machismo

Marta Ailouti

Cuando el director de orquesta británico Thomas Beecham fue a visitar en 1910 a su amiga Ethel Smyth a la prisión de Holloway -donde la compositora, junto a otras cien mujeres, estaba interna por lanzar piedras a las ventanas de los políticos antisufragistas como protesta– se encontró con una curiosa estampa. Varias de aquellas mujeres desfilaban y cantaban en el patio La marcha de las mujeres, el himno feminista que ella misma había compuesto poco antes, mientras Smyth las dirigía desde una ventana con un cepillo de dientes como batuta.

Pionera y activa feminista y autora de seis óperas y una extensa variedad de piezas corales, orquestales o de música de cámara, la vida de Smyth (1858-1944), una de las mujeres más célebres de la música clásica occidental, es también un curioso recorrido por la historia del cuarto arte de finales del XIX y principios de XX y el ambiente centroeuropeo de los teatros y orquestas de entonces.

La compositora, que para poder dedicarse a la música tuvo que enfrentarse obstinadamente a los reparos de su padre, primero, y de otros hombres después, se convirtió en la protegida de la emperatriz Eugenia y se codeó con la aristocracia de la época y con figuras como Brahms, Mahler o Clara Schumann.

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En el plano más personal, se relacionó con Henry Brewster, el único hombre al que amó, fue amiga íntima de Virginia Woolf y, anecdóticamente, llegó a comprometerse una vez con el hermano de Oscar Wilde, como ella misma noveló en uno de sus diez libros autobiográficos que ahora Alianza reúne en una fantástica selección de un único tomo bajo el título de Memorias.

Una firme vocación

Descendiente de una típica familia victoriana de clase media alta, Ethel Smyth nació en Londres el 23 de abril de 1858. Educada, junto a sus cinco hermanas, por infinidad de institutrices alemanas, fue bajo la influencia de una de ellas, graduada en piano, cuando, a los 12 años, despertó en ella su vocación.

Foto de la portada del libro

Foto de la portada del libro

Memorias

Ethel Smyth

Alianza, 2023. 520 páginas. 32,95 €

“Por primera vez oí música clásica y se abrió un nuevo mundo ante mí –narraba en sus memorias-. Poco después, una amiga me había dado las sonatas de Beethoven, y empecé a estudiar las más fáciles, y entré en el nuevo mundo caminando por mi propio pie. Fue así como se me reveló de repente mi verdadera inclinación, y en ese momento y lugar concebí el plan, que llevé a cabo siete años después, de estudiar en Leipzig y entregar mi vida a la música”.

Pese a la oposición de su padre, de formación militar, Ethel consiguió acudir a clases con Alexander Ewing, que le daría las primeras nociones serias de música. Fue en aquella época cuando, en un viaje de visita a una prima suya en Irlanda, coincidió con el hermano de Oscar Wilde, Willie, que le pidió matrimonio impulsivamente.

“Antes de que hubieran pasado tres semanas, seguramente para su alivio interior, rompí el compromiso, ¡con la coletilla de que quería quedarme con el anillo de recuerdo! Y con él me quedé, hasta un año o dos después, cuando lo perdí separando a dos perros que estaban peleándose en el brezo cubierto por una espesa capa de nieve –recordaba la escritora divertida-. Así terminó mi primer y último compromiso, cuyo héroe no volví a ver nunca más; una pena, puesto que decían que llegó a ser aún mejor orador que su hermano”.

Esta anécota da idea del carácter de una Ethel Smyth cuyas Memorias nos muestran a una mujer observadora y con sentido del humor que poseía además una voluntad de hierro. Obstinada, rara vez cedía ante las adversidades.

Si las mujeres no viajaban solas en transporte público, ella lo hacía. Si no estaba bien visto que una joven acudiera a un concierto al aire libre en un restaurante, ella se disfrazaba de venerable anciana que hacía calceta para poder hacerlo. Si su padre le imploraba que se comprometiera con alguien, ella se oponía al considerar que “era inútil” presentarla en sociedad, “ya que tenía previsto ir a Leipzig”, incluso “aunque tuviera que escaparse de casa y morirse de hambre al llegar allí”. No hizo falta tanto, poco después Ethel estaba matriculada en el conservatorio de la ciudad.

Brahms, glotón y modesto

Allí la compositora entró en contacto con la vida musical centroeuropea, una experiencia que saboreó con entusiasmo y que marcó de algún modo el resto de su trayectoria. “Puede que las grandes alegrías artísticas le lleguen a uno más adelante, en la edad adulta –escribió-, pero nada puede igualar la primera audición de la Sinfonía en la mayor de Beethoven, o del Quinteto en do mayor de Schubert (…). Cuando la orquesta estaba afinando para mi primera Sinfonía de Beethoven, recuerdo que todo el cuerpo me temblaba como un caballo a cubierto”.

En Alemania, Ethel empezó a forjarse una carrera de la mano del compositor Carl Reinecke. Sin embargo, el bajo nivel de enseñanza no terminaba de motivarla y al cabo de un año abandonó el conservatorio para acudir a clases con el también compositor Heinrich von Herzogenberg, que junto a su esposa, Elisabeth, terminarían por convertirse en sus protectores hasta la brusca interrupción de su amistad con esta tras su intensa relación con Brewster. Fue entonces, cuando a principios de enero de 1878, Brahms viajó a Leipzig para dirigir su nueva Sinfonía en re mayor.

Al célebre pianista, amigo íntimo de los Herzogenberg, tendría la oportunidad de conocerlo mejor tiempo después. “Uno de sus rasgos era su glotonería, que me parecía uno de los sellos distintivos del verdadero artista”, afirmó sobre el compositor, del que le molestaba su opinión sobre las mujeres. “Por muy joven y muy entusiasta que fuera, me era imposible unirme al coro de admiración sin paliativos que reinaba en aquel mundo. Por un lado, nunca comprendí dónde radicaba la supremacía intelectual que se le atribuía a Brahms, y sospechaba que se trataba de suscribir una leyenda construida poco a poco”, compartió.

En el plano musical, le gustaba más pensar en Brahms al piano, “interpretando sus propias composiciones o las poderosas fugas para órgano de Bach, acompañándose a veces con una especie de rugido sordo, como titanes llevados a la compasión en las entrañas de la tierra”. Él era consciente, opinaba, “de su propio mérito -¿qué gran creador no lo es?-, pero en el fondo era uno de los hombres más modestos que he conocido, y oír que se le comparaba con Beethoven o Bach le sacudía e indignaba”.

Testigo y parte del ambiente musical de la Europa de finales del siglo XIX y principios del XX, Smyth se codeó con otros grandes artistas del momento como Mahler – “fue, de lejos, el mejor director que he conocido, con el instinto musical completo”–, “el gran violinista” español Pablo de Saratase –“me sorprendió encontrar a este hombre triste, trágico y romántico literalmente desbordante de diversión”- o Chaikovski -“de todos los compositores que he conocido, el que tenía la personalidad más encantadora era él”-.

Falta de “encanto femenino”

En cuanto a su propia producción, hacia 1880, Smyth ya había compuesto algunas obras sin mucho éxito. “Creo que fue en noviembre de ese año -1887- cuando Fanny Davies y Brodsky tocaron una Sonata para violín mía en la Kammermusik, y los críticos dijeron unánimemente que carecía de encanto femenino y que, por lo tanto, era indigna de una mujer: el viejo comentario que habría de escuchar una y otra vez”, reivindica.

Poco a poco, no obstante, iba derribando barreras. Así, muy a finales del siglo XIX, por primera vez se presentó una obra orquestal suya en Inglaterra, en un concierto donde acudió toda su familia, incluido su padre. “El resultado de la producción de la Serenata fue que ahora se aceptó sin dificultad la interpretación de mis otras obras y, de repente, para mi alegría, descubrí que había recuperado la fuerza productiva”.

En marzo de 1893, ante la intervención de la emperatriz Eugenia, y de la reina Victoria de Inglaterra, Smyth estrenó en el Royal Albert Hall su colosal Misa en re mayor (1889). No obstante, aunque la partitura fue elogiada, “la prensa –escribe la compositora– fue a por la Misa casi de manera unánime, unos con desdén, otros con aversión, adoptando en todos los casos un tono de condescendencia que fue lo más difícil de soportar”. Aquello hizo que hasta 1924 no la volviera a recuperar, cuando Adrian Boult “la produjo brillantemente en Brimingham y, a la semana siguiente, en Londres”.

Entre medias, de 1894 a 1898, el principal objetivo de Smyth fue el de “completar y lanzar en algún teatro de ópera alemán (porque, por supuesto, no había ninguno en Inglaterra) mi primer intento operístico: una ópera bufa llamada Fantasio”. No fue sencillo, aquel periplo supuso un extenuante viaje por los teatros alemanes, hasta que, finalmente, se estrenó en 1898 en el Hoftheater de Weimar. Sin embargo, una vez más, la respuesta no fue la deseada por parte de la prensa.

“Fue más feroz que nunca, y llegamos a pensar que los críticos debían haber organizado un plan de ataque entre ellos, ya que cada uno eligió una faceta diferente que vituperar”. Tal fue el impacto que se dice que Smyth, ante este nuevo varapalo, tuvo tantas dudas sobre esta obra que la quemó en el jardín. “Mi casa de campo es pequeña, el suelo de los alrededores es pobre, y aproximadamente un año más tarde supe por un famoso jardinero que la ceniza de un manuscrito bien entintado es incluso mejor abono para las flores que el hollín”, insinuaba ella.

No tardaría mucho, sin embargo, en estrenar su siguiente ópera. Mientras se ultimaban los preparativos para el estreno de Fantasio, Smyth había empezado a componer Der Wald y en 1902 llegó a la Ópera de Berlín, a la que siguieron el Covent Garden en Londres, donde resultó todo un éxito, y la Metropolitan Opera House de Nueva York.

Fue el turno entonces de la que es considerada la obra teatral más importante de la producción de Smyth, The Wreckers (1905), cuya historia se remonta a 1886, cuando la compositora recorrió gran parte de la costa de Cornualles visitando algunas de las cuevas de contrabandistas que había a lo largo de ese litoral.

Desde aquellos días, cuenta, le “habían perseguido las impresiones de aquel extraño mundo de hace más de cien años: el saqueo de barcos llevados a las rocas con luces costeras falsas o apagadas; el implacable asesinato de sus tripulaciones y, con todo ello, la arraigada religiosidad. ¿Fue de allí de donde extraje una leyenda de dos amantes que pretendían neutralizar la política salvaje de la comunidad encendiendo faros secretos?”. Este drama lírico en tres actos fue estrenado en Leipzig en noviembre de 1906.

Una cruel sordera

En 1910 Ethel Smyth conoció a Emmeline Pankhurst, líder del movimiento sufragista, y paralizó por dos años su producción musical para unirse a la causa. “Se me hizo evidente que mantenerme al margen del movimiento, negar cualquier mínima contribución posible a la causa, era tan impensable como conducir el arte y la política con un arnés doble”. Fue precisamente durante ese periodo, cuando compuso su famosa Marcha de las mujeres, que pasó a convertirse en todo un himno feminista.

Sin embargo, en lo político las cosas no iban tan bien y, en protesta por la negativa del sufragio femenino –no sería hasta enero de 1918 que fuera aprobado definitivamente–, planearon un ataque para romper ventanas. “Se programó para que 150 de nosotras acabáramos en la cárcel de Holloway simultáneamente, lo que sabíamos supondría para el gobierno gastos e inconvenientes considerables; y una de las más encantadoras, sin duda la más cómica de mis diapositivas de linterna mágica, es la que muestra a Mrs. Pankhurst entrenándose para romper ventanas”, bromea.

A partir de 1913, Smyth, que había empezado a perder audición, volvió a componer. Sin embargo, el estallido de la Primera Guerra Mundial lo paralizó todo y, desde 1915 hasta 1918, trabajó como radióloga en la localidad francesa de Vichy. Aunque como cuenta Ronald Crichton en el prólogo de Memorias, Ethel “compuso una considerable cantidad de obras musicales” para ser una compositora que murió a los 86 años, “su obra no fue extensa”.

Algo que explica precisamente porque “en su etapa de madurez, cuando tenía cincuenta y tantos, la sordera empezó a ralentizarla, y no tenía la clase de oído interior que pudiera imponerse a ello”. En 1934, cuando para conmemorar su 75 cumpleaños se le rindió homenaje con varios conciertos, ya no podía escucharlos. En sus últimos años, Virginia Woolf, por quien sintió una fuerte atracción a pesar de sus 24 años de diferencia, la animó a que escribiera y Smyth terminó seis de los diez libros que publicó antes de morir en 1944.

Fuente: El Cultural, España.

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