Insultos, burlas, gritos a micrófono abierto: lo que debería ser un ámbito de diálogo respetuoso y deliberación democrática se ha transformado, cada vez con más frecuencia, en un escenario de provocaciones y descalificaciones. El Congreso Nacional —institución clave de la república— se ve hoy empañado por actitudes que poco tienen que ver con la función legislativa y mucho con el espectáculo degradante.
Lejos de episodios aislados, lo que presenciamos es una tendencia consolidada. La reciente intervención de la diputada santafesina Florencia Carignano (Unión por la Patria), exdirectora de Migraciones y figura de La Cámpora, ilustra este fenómeno. En el marco de una moción de privilegio presentada por su par Gerardo Milman, exonerado por la Justicia en la causa por el intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner, Carignano recurrió a ataques personales con tono burlón y despreciativo, incluso aludiendo a la salud de su colega. Lejos de retractarse, redobló la apuesta con una mezcla de soberbia, agresividad y superioridad moral.
La diputada también descalificó a las libertarias Lilia Lemoine, Juliana Santillán y Nadia Márquez, a quienes llamó “gatos” y “locas”, y lanzó improperios personales contra Santillán. “No soy políticamente correcta”, dijo con orgullo, atribuyendo su comportamiento a su “sangre tana”, como si la falta de templanza fuera un valor identitario. Se escudó en una autenticidad mal entendida, olvidando que la inteligencia emocional —base del respeto mutuo— no se enseña en las universidades, pero sí se exige en la vida pública.
Las respuestas no tardaron en llegar. Lemoine acusó a Carignano de encarnar el “feminismo K” más extremo, mientras que Santillán exigió sanciones. No se trata, sin embargo, de un bando contra otro. La violencia verbal y la falta de respeto se multiplican a lo largo y ancho del recinto.
Meses atrás, la libertaria Marcela Pagano llamó “forra” a su compañera de bloque Lemoine en plena sesión. Rocío Bonacci arrojó agua mientras se desataba un altercado físico entre el oficialista Lisandro Almirón y Oscar Zago. Almirón, en una escena posterior, se refirió con sorna a su par Oscar Agost Carreño como “Agost Carroña”. Ahora, Pagano la acusa de “chirolita de Menem”, quien la calificó de “delirante”.
El proyecto “Ficha Limpia Psicológica” propuesto por Pagano para impedir candidaturas de personas con inestabilidad mental alimenta aún más la tensión, en un clima donde la idea misma de racionalidad parece ausente.
El repertorio de agresiones incluye a Carolina Gaillard (UP), quien llamó “rubia teñida” a Márquez, y a Karina Banfi, que gritó “¡Denle un Rivotril que está sacada!” en otra sesión. Es tan amplio el catálogo de improperios registrados en actas y videos que requeriría varias columnas para detallarlos.
Algunos legisladores todavía alzan la voz con sensatez. Paula Oliveto (Coalición Cívica) advirtió sobre la normalización del bochorno: “Se evita discutir lo importante”. Miguel Ángel Pichetto pidió “respeto entre todos” con tono resignado. Alejandra Torres (Encuentro Federal) llamó a repudiar los insultos “denigrantes y con connotaciones agraviantes”. Y Carla Carrizo, en diciembre pasado, propuso una “comisión de ética y disciplina” para orientar el comportamiento de los legisladores.
Sin embargo, la realidad del recinto parece ir en sentido contrario. A mayor degradación institucional, mayor espacio para personajes cuya trayectoria debería impedirles pisar un Congreso. No sorprende si se considera que es el propio Presidente quien, desde la cima del poder, ha instalado el agravio como forma de comunicación política.
La república no solo se erosiona por leyes mal hechas o decisiones equivocadas. También se desgasta —y profundamente— cuando quienes deben dar el ejemplo convierten la palabra pública en un arma y el debate en un circo.