Ver para no creer. ¿Podemos seguir confiando en lo que vemos como prueba de realidad? Las consideraciones de medios de comunicación y la opinión pública vinculadas a la inteligencia artificial están predominantemente ligadas al miedo que despiertan los hipotéticos riesgos en lugar de los desafíos que, con ella, serían alcanzables. No hay novedad, ¿o sí? Hay antecedentes de esto en casi todos los saltos tecnológicos. ¿Estamos ante el mismo fenómeno o debemos considerar atributos diferenciales en esta ocasión?
Para Leandro Monk, socio de la Cooperativa de Software Libre y síndico de la Federación Argentina de Cooperativas de Trabajo de Tecnología, Innovación y Conocimiento, se trata de una consecuencia directa de las estrategias de difusión que apuntan decididamente al clickbait, al anzuelo para capturar lectores. “Si no escribís algo que meta miedo, que conmocione o emocione, no vas a tener tráfico, nadie va a leer tu medio”, sentencia. Esa técnica, utilizada en titulares y tratamientos, determinaría los abordajes apocalípticos.
Victoria Dumas, coordinadora del Programa de Ciencia de Datos e Inteligencia Artificial de la Fundación Sadosky, ve algo más que un tironeo sensacionalista en busca de audiencia: “Los sistemas de idea generativa, aquellos que, por ejemplo, a partir de un texto nos permiten generar una imagen o conversar, como el caso del chat GPT, venían desarrollándose a gran velocidad durante el último tiempo, pero ahora, de repente, un par de empresas los pusieron a disposición para cualquier persona con acceso a Internet.
Es una herramienta que irrumpió. Y ha demostrado poder resolver con buen desempeño muchas tareas. Incluso, en numerosos casos, mejor que un ser humano. Es ahí donde está el problema”. “Lo peligroso de la inteligencia artificial, como en general de la tecnología, es para quién trabaja, o para qué trabaja esa inteligencia. Si trabaja para acumular riquezas para un grupo de empresas o lo hace para mejorar o resolver necesidades de las personas en distintos momentos, en distintas situaciones”, sostiene Monk.
“Lo que sucede es que se está dando el primer caso. Las inteligencias artificiales solo están trabajando para ver cómo se reemplazan empleos o se concentra capital”, asegura. Dumas coincide: “Se les ha encargado tareas que hasta hace poco se consideraba que no peligraban, o que tenían poco riesgo de automatización, como la asesoría de ventas o la programación. Y esta herramienta nos muestra que puede hacerlo bastante bien. ¿Qué pasaría si esto estuviera disponible generalizadamente, o si las empresas empezaran a despedir trabajadores en grandes volúmenes?”, se pregunta. “Seguramente en la revolución industrial también ocurrió. Pero el dinero se concentró en la burguesía que tenía los medios de producción.
En este caso, está en muy pocas empresas”, enfatiza preocupada, como Monk, en la concentración de poder y recursos. Las miradas -como en tantas otras dimensiones- además de sociales, son políticas. Y ahí también Dumas ve diferencias frente a anteriores surgimientos tecnológicos: “Son empresas que no están en nuestro país. ¿Cómo hacemos para retribuir los ingresos? Si las ganancias no están radicadas localmente, también es muy difícil solucionarlo a través de la legislación”.
Desde hace décadas, los seres humanos entregamos sin estrés nuestro destino a dispositivos que fabricamos para resolver cuestiones asociadas al manejo preciso de un gran volumen de variables. Hay mil ejemplos: es el caso del piloto automático en el que confiamos cuando viajamos a 900 Km/h y 10 mil metros de altura; cuando seguimos las monótonas indicaciones de un navegador que nos conduce de las narices o al aceptar que la cadencia de los semáforos de las ciudades sea determinado por un programa automático alimentado por sensores de las arterias importantes.
De hecho, asistíamos a los progresos de los coches autónomos con más expectativas que dudas. A esos progresos no sólo no los tildábamos de inteligencia artificial, sino que tampoco despertaban inquietudes significativas. Son pocos los que cuestionan los
algoritmos que formatean la música que escuchamos, las noticias, las ofertas publicitarias y hasta las propuestas de citas de pareja que arriban apenas nos conectamos. Sin embargo, las alarmas se encienden a partir de una imagen del Papa Francisco con campera inflable.
Al menos en cuanto a la divulgación se está utilizando la denominación inteligencia artificial para progresos que no necesariamente están ligados con ella, pero sí a la creación de una realidad virtual cada vez más verosímil. Que un programa pueda reproducir nuestra presencia en situaciones ficticias parece ser, en rigor, lo que verdaderamente motiva las polémicas sobre los últimos avances. Tiene que ver con esa desconfianza de que algo nos pueda sustituir o tomar nuestra identidad. Y ese miedo está bien fundado desde el punto de vista de que este desarrollo lo facilita muchísimo.
Por ejemplo, la ejecución de estafas, el cibercrimen viene aumentando muchísimo. Hoy podrían tomarse todos los vídeos de
YouTube de una persona -supongamos una autoridad en determinada área-, captar su voz, entrenar un sistema y luego hacerle decir cualquier cosa. Lo mismo en la generación de imágenes. Esto nos acerca mucho a la posibilidad de construir situaciones ficticias que engañen nuestros sentidos. Ya no podemos confiar en lo que vemos como una prueba de la realidad. Haber lanzado estos instrumentos de este modo, como un experimento sin ninguna evaluación de riesgos, sin la posibilidad de auditarlos -porque no están todavía disponibles los códigos para hacerlo- fundamenta el temor de la masificación desregulada”, explica Dumas.
Aunque estemos dando los primeros pasos de una travesía interminable, hasta ahora entre los disparadores de los recelos no encontramos nada que justifique la denominación “artificial”. Detrás del hipotético uso desleal de estas herramientas poderosas hay inteligencias y voluntades 100% humanas. Son aquellas que obtendrían jugosas ventajas despidiendo gente o estafando. Al menos hasta ahora no hay, como en el cine y la literatura, un ataque de las máquinas a la humanidad. “Solo” se trataría, en realidad, de la evolución de los pertrechos de los “malos”. La denominación artificial se debe a que son sistemas informáticos que intentan imitar la inteligencia humana.
Pero es cierto que son pensados, diseñados y construidos por humanos. Esto hace que lleven consigo los prejuicios de los que los construyen. Los datos con los que se entrenan estos sistemas provienen de la sociedad y por ende también están impregnados por sus sesgos y asimetrías de poder. Como toda tecnología, depende de en manos de quién esté. Desde mi punto de vista, los que afirman que las máquinas podrían rebelarse están queriendo inflar los poderes -concluye Dumas-. Hoy, si sucediera algo por el estilo, sería producto de algún humano que dio las instrucciones”.
* Alejandro Perandones, periodista y analista de comunicación.