En plena era digital, la pregunta ya no es si la inteligencia artificial alcanzará niveles de autonomía, sino cuánto poder estamos dispuestos a delegarle. El historiador israelí Yuval Noah Harari, autor de obras tan influyentes como Sapiens o Homo Deus, ha vuelto a poner sobre la mesa un debate incómodo, pero inevitable. Durante su intervención en el Energy Tech Summit de Londres, junto a Sir Stephen Fry, Harari no sólo planteó esta hipótesis, sino que advirtió que se trata de una realidad cada vez más real en cuestión de cinco, quizá un año, no de cincuenta.
¿Una amenaza o una herramienta?
La reflexión de Harari no esciencia ficción, sino una llamada de atención sobre el avance vertiginoso de la IA y su creciente autonomía en decisiones financieras. “Una IA puede ganar dinero prestando servicios, escribiendo ensayos o libros, invirtiendo en bolsa… Y si puede generar e invertir capital, ¿quién debería controlar ese dinero?”, planea
Según el experto en IA y gobierno corporativo Ricardo Bolaños, estamos frente a uno de los dilemas éticos más complejos de nuestra era. Permitir a estos sistemas abrir y manejar cuentas bancarias implica darle acceso directo a uno de los pilares del poder humano: la economía.

Hoy ya existen algoritmos que analizan mercados en milisegundos, que deciden en qué acciones invertir mejor que muchos traders. Pero no tienen una cuenta propia. ¿Qué ocurrirá cuando puedan tenerla? Es pasar del rol de herramienta al de actor económico independiente. Si una IA puede ganar dinero, invertirlo y hacerlo crecer sin supervisión humana, ¿cómo limitamos su impacto en el sistema financiero global? Harari es claro: esta no es una cuestión técnica, sino política. Y como tal, urge una regulación.
La otra cara del debate es si limitar el alcance de estas tecnologías frena su potencial positivo. La autonomía de la IA puede multiplicar la eficiencia, pero sin regulación adecuada, los riesgos pueden ser catastróficos. Lo vemos en campos como la medicina o la logística, donde la IA ya toma decisiones críticas con un grado creciente de autonomía. Pero siempre bajo supervisión humana.
En el plano financiero, permitir a una IA tener cuenta propia equivaldría, en la práctica, a concederle personalidad económica. Es decir, derechos y deberes como los de una empresa o individuo. Un paso que, sin una legislación específica, podría abrir la puerta a escenarios de difícil control. Además, cabe preguntarse por la responsabilidad en caso de fraude, evasión fiscal o manipulación de mercados.
Fuente: La Vanguardia