En contra de la creencia generalizada de que la inteligencia tiene una cima única —asociada a la juventud y a la rapidez mental—, una ambiciosa investigación conjunta del MIT y la Universidad de Harvard demostró que la evolución cognitiva del ser humano es mucho más rica, compleja y diversa.
Liderado por el investigador Joshua Hartshorne, el estudio analizó a más de 48.000 personas con el objetivo de trazar un mapa preciso del desarrollo de nuestras habilidades mentales a lo largo del tiempo. La conclusión fue reveladora: la inteligencia no responde a una lógica uniforme ni decrece linealmente con la edad. Por el contrario, cada capacidad cognitiva tiene su propio ritmo de maduración y declive, y muchas de ellas alcanzan su plenitud mucho después de la juventud.
Las edades del pensamiento
Entre los hallazgos más significativos, se destaca que la velocidad de procesamiento —es decir, la rapidez con la que el cerebro responde a nuevos estímulos— llega a su pico entre los 18 y los 19 años. La memoria de corto plazo, en cambio, se consolida a los 25 y se mantiene estable hasta los 35. Pero el proceso no se detiene ahí.
La empatía emocional, esa habilidad fundamental para interpretar y comprender las emociones ajenas, continúa desarrollándose hasta los 40 o incluso los 50 años. Más aún: el vocabulario y el conocimiento acumulado —indicadores clásicos de sabiduría y experiencia— alcanzan su punto más alto entre los 65 y los 75 años, cuando la vida suele ser vista como una etapa de declive intelectual.
Inteligencia fluida e inteligencia cristalizada
Para comprender este fenómeno, el estudio recurre a una distinción clave en psicología cognitiva: la que diferencia entre inteligencia fluida e inteligencia cristalizada. La inteligencia fluida, según explicó el especialista Stierwalt, es la que permite adaptarse a situaciones nuevas, resolver problemas sin experiencia previa y procesar datos con rapidez. Esa forma de inteligencia tiende a manifestarse con mayor intensidad en la juventud.
La inteligencia cristalizada, en cambio, se construye a lo largo del tiempo. Se basa en el conocimiento acumulado, en la comprensión profunda del lenguaje, en las asociaciones que la experiencia permite realizar entre ideas y contextos. Y, lejos de menguar, crece con la edad, convirtiéndose en una fuente inagotable de sabiduría y perspectiva.
Un cambio de paradigma
Los resultados de esta investigación obligan a repensar no solo el concepto de inteligencia, sino también el modo en que valoramos las capacidades humanas en distintas etapas de la vida. La juventud ya no debe ser vista como el único momento de lucidez cognitiva. Cada edad aporta una forma distinta —y complementaria— de inteligencia: agilidad, memoria, empatía, sabiduría, claridad expresiva, comprensión del mundo.
Este hallazgo tiene implicancias pedagógicas, laborales y sociales de gran calado. Si aprendemos a valorar la inteligencia en todas sus formas y momentos, podremos diseñar modelos educativos más inclusivos, entornos de trabajo intergeneracionales más eficaces, y sociedades más justas con sus mayores.
En definitiva, entender que la inteligencia no se apaga con los años, sino que se transforma, podría ayudarnos a vivir mejor, pensar mejor y, quizás, ser más sabios.