La montaña como escudo: cómo Irán integra su geografía al programa nuclear para blindarse ante ataques

En Irán, la montaña no es un telón de fondo: es parte integral del sistema defensivo. En un país donde más del 50% del territorio está cubierto por cordilleras, la geografía no solo moldea el paisaje, sino también la estrategia militar y nuclear. Las principales instalaciones atómicas iraníes —Fordow, Natanz y Arak— están cuidadosamente emplazadas en terrenos elevados, aislados y, en algunos casos, excavados directamente en roca sólida, lejos de miradas extranjeras y misiles enemigos.

Como en los casos de Corea del Norte o Pakistán, el relieve montañoso ha sido utilizado como una barrera natural frente a la inteligencia internacional y a posibles ataques preventivos. Irán está rodeado por tres grandes sistemas montañosos: los Zagros, los Elburz y un cinturón oriental más fragmentado. Estas formaciones —algunas con picos que superan los 4.000 metros— han condicionado históricamente no solo la distribución poblacional y las rutas de comunicación, sino también las estrategias de defensa.

Tres sitios, una misma doctrina

La lógica defensiva del programa nuclear iraní se manifiesta en la ubicación y diseño de sus instalaciones clave:

Fordow, cerca de la ciudad sagrada de Qom, está excavado a más de 80 metros de profundidad, en el corazón de una montaña. A simple vista, las colinas áridas que lo rodean no delatan su existencia. Pero bajo tierra se oculta una de las instalaciones más blindadas del país. Desde que su existencia fue revelada por inteligencia occidental en 2009, se convirtió en símbolo del secretismo estratégico iraní. Su profundidad la hace casi invulnerable a bombardeos aéreos convencionales.

Natanz, en el centro del país, es el núcleo del enriquecimiento de uranio. Tras ser blanco de sabotajes —incluido el ciberataque con el virus Stuxnet y explosiones internas—, el régimen construyó una red subterránea para reforzar su protección. Aunque parte del complejo es visible en superficie, las zonas críticas están resguardadas bajo tierra. Este año, Israel afirmó haber atacado una de esas plantas subterráneas.

Arak, o más precisamente Khondab, alberga el reactor IR-40, diseñado para operar con agua pesada y producir plutonio. Aunque la instalación nunca entró en funcionamiento efectivo, sigue en pie, rodeada de colinas y alejada de áreas densamente pobladas. En un ataque reciente, Israel apuntó contra su núcleo inactivo, buscando prevenir una eventual reactivación.

Defensa por dispersión

La ubicación estratégica —en altura, bajo tierra, entre montañas— responde a una doctrina clara: dispersar, ocultar y asegurar la continuidad operativa. Si un sitio es destruido, otro puede seguir funcionando. Si uno es detectado, otro permanece invisible. El sistema está diseñado para resistir ataques múltiples, adaptarse a escenarios hostiles y asegurar su supervivencia estructural.

Esta arquitectura hace inviable un ataque rápido y eficaz como los que Israel ejecutó contra las instalaciones nucleares de Irak (1981) o Siria (2007). El programa iraní no está centralizado ni expuesto: es un rompecabezas en las sombras.

Secretismo institucional

A este diseño se suma una política persistente de opacidad. Aunque Irán es signatario del Tratado de No Proliferación Nuclear, su cooperación con el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) ha sido errática y políticamente condicionada. Reiteradamente, el OIEA ha denunciado obstáculos en sus inspecciones, demoras en la entrega de información clave y falta de transparencia sobre los niveles de enriquecimiento de uranio.

La situación se volvió más crítica tras la decisión de Donald Trump, en 2018, de retirar a Estados Unidos del acuerdo nuclear firmado en 2015 con las principales potencias. Con el derrumbe del Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA), Irán se sintió liberado de sus restricciones y comenzó a escalar su programa: aumentó el grado de enriquecimiento, reactivó instalaciones sensibles y limitó aún más el acceso de los inspectores internacionales.

Hoy, el programa nuclear iraní se mueve en una zona gris: sin controles efectivos, sin límites verificables y con una creciente autonomía técnica. En ese contexto, las montañas no son solo geografía: son parte de una arquitectura del poder, diseñada para resistir la presión internacional y sobrevivir a cualquier ataque.

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