Por Osvaldo Gonzalez Iglesias (editor)
En las próximas horas, la Corte Suprema de Justicia de la Nación podría rechazar la última apelación presentada por la defensa de Cristina Fernández de Kirchner en el marco de su condena por corrupción en la causa Vialidad. De confirmarse esta decisión, se daría un paso inédito en la historia democrática reciente de Argentina: la detención de una ex presidenta, dos veces senadora nacional, diputada, vicepresidenta y figura central de un proyecto político que dominó la vida pública durante más de dos décadas.
Si bien las especulaciones indican que la medida podría convertirse en prisión domiciliaria —por su edad, condiciones de salud y fueros ya vencidos—, el impacto político, institucional y simbólico sería contundente.
No se trataría solo de la ejecución de una pena individual, sino de un hito que podría marcar el fin definitivo de una etapa y abrir paso a una profunda revisión del rol de la política, la ética y el poder en la Argentina.
Justicia y fin de la impunidad: ¿consolidación institucional o episodio aislado?
Durante años, sectores del poder político se escudaron tras fueros legislativos, recursos dilatorios y pactos de inmunidad informal que frustraron los intentos del Poder Judicial de avanzar sobre casos de corrupción estructural. La causa Vialidad, sin embargo, llegó a sentencia en 2022 y fue confirmada por instancias superiores. Ahora, con la Corte Suprema al borde de cerrar el ciclo procesal, se estaría ante el primer gran caso de cumplimiento efectivo de una condena contra un ex mandatario democrático por corrupción en ejercicio del poder.
De concretarse, este desenlace podría leerse como una señal de fortaleza institucional, un mensaje claro de que la ley —lenta, tardía, discutida— finalmente alcanza también a quienes parecían intocables. La justicia, tantas veces acusada de cómplice o funcional, comenzaría a revertir el manto de sospecha que la cubrió durante décadas.
Pero el hecho aislado no garantiza por sí solo una transformación. El verdadero desafío es si esta decisión judicial abrirá un ciclo más amplio de rendición de cuentas, transparencia y reforma estructural, o si será tratado como una vendetta política para saldar cuentas personales o partidarias.
¿Y la política? El espejo roto de una dirigencia en deuda
Más allá del destino de Cristina Kirchner, lo que este episodio pone en primer plano es la necesidad urgente de una revisión profunda de la dirigencia política argentina. La década larga de hegemonía kirchnerista terminó en 2023 con un país quebrado: 53% de pobreza, 31% de marginalidad, 25% de inflación mensual, pérdida de capital productivo, de confianza institucional y de futuro para millones de argentinos.
En nombre de los más pobres, se ejerció un poder que terminó profundizando su condición. Bajo la bandera de la redistribución, se construyó una maquinaria de control clientelar. Se confundió justicia social con asistencialismo crónico, y se degradó la noción de ciudadanía al transformar al ciudadano en beneficiario dependiente del favor político.
Esta crisis de legitimidad no se agota en un apellido. Se extiende a una clase política transversal, compuesta por actores del oficialismo y de la oposición, por aliados y supuestos adversarios, por intelectuales, periodistas y referentes sociales que callaron, minimizaron o defendieron activamente prácticas de saqueo, ineficiencia y manipulación discursiva.
La pregunta es: ¿será este el momento en que esa dirigencia asuma su complicidad y comience una etapa de autocrítica real? ¿O se tratará simplemente de una reconfiguración de nombres y sellos partidarios sin modificar las prácticas ni los fundamentos del poder?
¿Fin del pobrismo? Repensar la dignidad más allá de la necesidad
Uno de los pilares culturales que acompañó este largo ciclo político fue lo que muchos analistas y críticos denominaron la “ideología del pobrismo”: una construcción discursiva en la que la pobreza, lejos de ser un flagelo a superar, era presentada como una condición moral superior. Desde esa perspectiva, “cuanto más pobre, más digno”; y por ende, el rol del Estado era socorrer, no emancipar; contener, no desarrollar.
El resultado fue una estructura de dependencia sostenida por el gasto público, que disolvió el valor del esfuerzo individual, degradó la cultura del trabajo, paralizó el mérito y empoderó a intermediarios políticos que usaban la necesidad como forma de control.
La posibilidad de un cambio real pasa por romper con esta narrativa. No para abandonar al vulnerable, sino para dejar de romantizar su condición. Para que la asistencia sea una herramienta de transición, no un destino permanente. Para que la política deje de ser gestora del dolor y empiece a ser motor del progreso.
Cristina, el símbolo y el cierre de ciclo
En caso de que la Corte confirme la condena, y se ordene la detención domiciliaria de Cristina Fernández de Kirchner, se completará un círculo que comenzó con su llegada al poder en 2007. Desde la cima de la política nacional hasta la reclusión en su mansión patagónica, viendo desde la ventana el país devastado que ayudó a construir.
No será un acto de revancha. No debería serlo. Pero sí podría —y debería— ser un punto de inflexión. Una señal de que el poder no es impune, que el liderazgo tiene límites, y que el Estado no pertenece a quienes lo administran sino a quienes lo sostienen.
Una oportunidad para repensar el país
Argentina enfrenta hoy la oportunidad histórica de resetear su sistema político, económico y cultural. No se trata de barrer a unos para que vengan otros con las mismas lógicas. Se trata de asumir el colapso, diagnosticar con honestidad y construir una nueva ética pública.
La pobreza no es digna. El clientelismo no es justicia social. La manipulación ideológica no es conciencia política. Y la impunidad, por fin, puede dejar de ser destino.
Es tiempo de que la dirigencia política deje de hablar de “la gente” y comience a hablar con la gente, no desde la prédica ni desde el dogma, sino desde el compromiso real con una reconstrucción que no puede postergarse más.
Porque Argentina merece otra cosa. Y si este episodio judicial marca el final de una época, que sea también el inicio de una nación más justa, más transparente y más libre.