En la Argentina del presente, marcada por una transición económica y política profunda, una figura central de las últimas dos décadas agoniza en el escenario público: el kirchnerismo. Lejos de aceptar su retroceso como un ciclo natural de la democracia, sus sectores más duros parecen decididos a resistir hasta el final, aun a costa de tensar los límites institucionales y socavar el orden republicano.
El fenómeno no es nuevo en la historia política del país, pero su intensidad y forma generan una preocupación particular. A medida que el respaldo social y electoral del kirchnerismo disminuye —acelerado por los fracasos económicos, los escándalos judiciales y el recambio generacional—, emergen estrategias de confrontación, victimización y deslegitimación del adversario, que apuntan no ya a ganar el poder, sino a entorpecer su ejercicio por parte de otros.
La retirada de una fuerza que marcó época
Durante más de 20 años, el kirchnerismo dominó la escena nacional con una mezcla de pragmatismo político, construcción simbólica y control territorial. Desde el ascenso de Néstor Kirchner en 2003, pasando por los dos mandatos de Cristina Fernández y su posterior rol como vicepresidenta en el gobierno de Alberto Fernández, el espacio logró consolidar un modelo de poder con fuerte impronta personalista y narrativa épica.
Sin embargo, ese ciclo comenzó a cerrarse con el resultado de las elecciones de 2023, donde el rechazo mayoritario a su gestión se hizo evidente. La derrota electoral, la falta de liderazgos renovados, la fragmentación del peronismo y la emergencia de nuevas fuerzas políticas, como el liberalismo liderado por Javier Milei, han dejado al kirchnerismo en una posición de debilidad sin precedentes.
En lugar de adoptar un rol de oposición responsable o facilitar el reordenamiento interno del justicialismo, los sectores más radicalizados de esta corriente han optado por una estrategia de obstrucción, judicialización de la política y resistencia institucional.
Tácticas de desgaste y narrativas conspirativas
Entre las señales más preocupantes del momento se encuentran los intentos sistemáticos del kirchnerismo por desacreditar al Poder Judicial, al Parlamento y a los medios independientes, bajo la idea de una supuesta «persecución política» contra sus dirigentes. La figura de Cristina Fernández de Kirchner sigue ocupando un lugar central en esta narrativa, posicionándose como víctima de una «proscripción» pese a haber sido condenada por corrupción en causas como la de Vialidad, sin que ello impidiera su participación política.
A ello se suma la presión sobre gobernadores peronistas para evitar acuerdos con el oficialismo, las amenazas veladas (y en ocasiones explícitas) a jueces, y la utilización de organismos públicos, sindicatos y movimientos sociales para fomentar protestas que, aunque legítimas en una democracia, muchas veces operan como herramientas de bloqueo institucional más que de reclamo ciudadano genuino.
Incluso en el Congreso, legisladores alineados con el kirchnerismo han impulsado maniobras para entorpecer la sanción de leyes clave para el funcionamiento del gobierno nacional, como el paquete de reformas económicas o la ley de Bases. La lógica es clara: cuanto peor le vaya al nuevo gobierno, más rápido —suponen— volverán las condiciones para su retorno.
La amenaza a la institucionalidad
Lo más preocupante no es el declive del kirchnerismo como fuerza política —un hecho natural en las democracias maduras—, sino el modo en que algunos de sus sectores deciden transitar esa decadencia: con gestos de ruptura, discursos incendiarios y una constante erosión de las reglas de juego.
El peligro no radica solamente en las declaraciones públicas ni en la movilización callejera, sino en el intento de sembrar la desconfianza social en los pilares de la República. Cuando desde sectores con poder simbólico se sostiene que el Poder Judicial está «al servicio de las corporaciones», o que los medios «manipulan a la población», no se está haciendo crítica constructiva, sino socavando el pacto democrático.
La institucionalidad no es una abstracción: es el conjunto de normas, acuerdos y equilibrios que permiten que los gobiernos se sucedan sin violencia, que las decisiones se tomen con transparencia y que las diferencias se diriman en el marco del derecho, no de la presión o la fuerza.
¿Y después del kirchnerismo?
El desafío actual para la Argentina no es solo resolver los problemas económicos o recuperar la estabilidad social, sino también evitar que la crisis de una fuerza política arrastre consigo los fundamentos institucionales del país. El kirchnerismo tiene derecho a sobrevivir, reorganizarse, incluso reinventarse. Lo que no tiene es el derecho a convertir su caída en un campo de batalla permanente donde todos pierdan.
El peronismo, como movimiento más amplio, enfrenta una encrucijada: o se libera de los condicionamientos de una facción que ya no representa mayorías, o se hunde con ella. En paralelo, el oficialismo debe evitar caer en la tentación del revanchismo y construir gobernabilidad con base en consensos, sin subestimar la capacidad de daño de quienes aún no asumen que su tiempo ha pasado.
El país está ante una oportunidad histórica para pasar la página y construir una nueva etapa política. Pero para que eso ocurra, es necesario que los manotazos de ahogado del kirchnerismo no terminen convirtiéndose en torpedos contra la institucionalidad.