En Beijing, el calor de la primavera ha devuelto la vida a las calles: los restaurantes al aire libre se llenan, los barrios comerciales se reaniman y, para muchos ciudadanos, la tensión con Estados Unidos parece algo lejano. Jia, un inversor de 36 años, lo resume sin titubeos frente a una pastelería: “Los aranceles de Trump muestran que Estados Unidos está asustado. Su hegemonía se está debilitando”. Esta percepción no es marginal: los medios estatales chinos amplifican esa narrativa, exaltando el rol del presidente Xi Jinping como defensor del multilateralismo y del orden económico internacional frente al proteccionismo estadounidense.
La guerra comercial con Estados Unidos impregna el discurso político y mediático en China. A través de visitas al Sudeste Asiático y gestos diplomáticos como una carta del primer ministro japonés Ishiba Shigeru que Xi recibirá esta semana, Beijing intenta contrarrestar la presión de Washington. Pero más allá de estos gestos, el verdadero centro de gravedad para Xi es interno: la economía y la lealtad política.
Aunque el gobierno ha celebrado un crecimiento del 5,4% en el primer trimestre de 2025 –superior al objetivo oficial del 5%–, muchos analistas advierten que ese número está impulsado por estímulos temporales y exportaciones adelantadas antes de nuevos aranceles. UBS, por ejemplo, ajustó su previsión de crecimiento para 2025 de 4% a 3,4%. Indicadores como el transporte de mercancías sugieren una desaceleración inminente.
La confianza interna también se resiente. Según una encuesta de Morgan Stanley, un 44% de los ciudadanos urbanos teme perder su empleo o que lo pierdan familiares, la cifra más alta desde 2020. Para un gobierno obsesionado con la estabilidad social, este dato es alarmante.
Frente a este panorama, Xi podría redoblar los estímulos económicos para apuntalar el consumo, la vivienda y la industria. La próxima reunión del Politburó será clave para definir el rumbo. Pero también podría ser el escenario de otro frente crítico: las purgas dentro del Partido y del Ejército.
El general He Weidong, vicepresidente de la Comisión Militar Central, no ha sido visto en público desde marzo. Su ausencia en eventos oficiales ha disparado rumores de una posible purga, lo que lo convertiría en la baja militar de más alto perfil desde 1967. Esta sería una continuidad de la ofensiva interna de Xi: en 2023 cayó el entonces ministro de Defensa, Li Shangfu, y en 2024 fue investigado el almirante Miao Hua. El teniente general Tang Yong, figura clave del aparato anticorrupción militar, también fue desplazado.
Estas limpiezas no son anecdóticas: el Ejército Popular de Liberación es el corazón del Partido Comunista. La inteligencia estadounidense cree que las purgas podrían haber debilitado su operatividad, pero Xi parece decidido a priorizar la lealtad por sobre la eficacia.
La combinación de guerra comercial, fragilidad económica y purgas internas configura un escenario volátil. Xi puede optar por una liberalización pragmática que estimule el consumo y mejore los vínculos con países vecinos. Pero también podría profundizar un giro nacionalista, movilizando la opinión pública contra enemigos externos. La advertencia del jefe de espionaje Chen Yixin, quien llamó a “ganar la guerra contra la hegemonía”, apunta en esa dirección. Y las maniobras intimidatorias hacia Taiwán continúan sin pausa.
En última instancia, Xi juega por su legado. En 2027 buscará —según se anticipa— un cuarto mandato como líder del Partido Comunista. Los próximos 24 meses serán una prueba de fuego: si logra mantener el control político, estabilizar la economía y sostener su imagen de líder invulnerable, podrá proyectar su poder más allá de cualquier precedente moderno en China.