En un movimiento predecible, el peronismo ha decidido mantenerse fiel a su esencia. Es un partido que ansía el poder y que puede tolerar contradicciones, traiciones, peleas internas y diversas crisis, pero que nunca aceptará jugar para perder. En este contexto, la candidatura de Sergio Massa conserva una oportunidad real de disputar las elecciones, a diferencia de lo que era evidente para todos con la fórmula Wado-Manzur.
La combinación de “hijo de la generación diezmada” y el cuestionado exgobernador tucumano generaba un híbrido que dejaba insatisfechos a muchos. No lograba reforzar la identidad confrontativa del kirchnerismo, algo que se hubiera conseguido de manera más clara con Axel Kicillof, ni seducía por su capacidad y experiencia de gestión, un terreno en el que Massa o incluso Daniel Scioli se destacaban más.
Además, era una fórmula destinada a la derrota. Sufría la deserción de militantes que no podían aceptar el perfil conservador de Manzur y también la desconfianza de aquellos que no creían que Wado pudiera independizarse verdaderamente de Cristina Kirchner, a pesar de sus visitas amistosas a la Unión Industrial Argentina.
Los encuestadores ya advertían que existían posibilidades de que Juntos por el Cambio ganara en primera vuelta. Incluso el mercado financiero había dado su veredicto con su implacable lógica: frente a la perspectiva de una derrota del kirchnerismo, los bonos y acciones reaccionaron al alza, preparándose para una nueva administración más “amigable con el mercado”. Incluso la continuidad de Massa en el ministerio contribuía a crear ese clima, ya que se esperaba una transición ordenada.
Sin embargo, ni Massa ni Cristina estaban dispuestos a aceptar la derrota. Tampoco lo estaba Alberto Fernández, quien el jueves escuchó el ruego desesperado de los gobernadores en busca de una fórmula de unidad. La negociación fue complicada y todos tuvieron que ceder algo, pero también obtuvieron algo a cambio.
Para Cristina, esto implica mantener viva la posibilidad de cambiar su situación judicial y no entregar el poder al macrismo, aunque eso le suponga el alto costo de enojar a su militancia, que ya le reprocha su apoyo a un candidato que consideran demasiado cercano al “establishment”.
Para el presidente, este acuerdo significa resignarse a enfrentar al kirchnerismo en una interna y desdecirse de su prédica de dos años en contra de los acuerdos de cúpulas y los “dedazos”. Sin embargo, con Massa logra tener un candidato más afín a su perfil, lo cual en definitiva supone una reivindicación de la gestión albertista.
¿La inflación no resta votos?
Por supuesto, el gran ganador en esta situación es Massa, quien logra hacer valer su apuesta de 2019, cuando aceptó convertirse en el socio minoritario del Frente de Todos.