Colombia vive una guerra soterrada que parece no tener fin. La hoguera es alimentada por un combustible de tres elementos: el tráfico de drogas, la desigualdad social y las confrontaciones políticas. Es imposible, en este punto, distinguir el origen de estas tres ramas. Durante décadas se han cruzado y creado un tronco robusto que sostiene uno de los conflictos más extensos de la historia reciente.
Hace casi un año, en junio, la elección de Gustavo Petro como presidente marcó un punto de giro en el proceso de paz del país. Petro se convirtió en el primer candidato de izquierda en llegar al poder con una votación masiva por encima de once millones de votos. Como ocurrió en México en 2018 con el triunfo de AMLO, Petro ganó las elecciones con una promesa de cambio y de transformación social. Durante toda su campaña, repitió la misma idea: la causa principal de la violencia en Colombia es la desigualdad. Durante su juventud, el presidente formó parte del M-19 y jugó un papel importante en algunos de los golpes más sonados de este grupo guerrillero. Entonces él era la prueba viva de que un excombatiente se podía reintegrar a la sociedad y proponer un cambio democrático.
Después de su salida del M-19, Petro jugó un rol importante en los diferentes procesos que ocurrieron desde los años ochenta. Como líder social, como senador de izquierda, como jefe de la oposición al gobierno de Álvaro Uribe y como alcalde de Bogotá, siempre fue un jugador importante en las conversaciones de paz. Si bien hizo parte oficialmente del proceso de paz que lideró Juan Manuel Santos, sí fue un aliado vital. Su apoyo fue fundamental para que el gobierno de Santos firmara un acuerdo de paz con las FARC en 2016.
En su discurso de toma de poder, el 7 de agosto de 2022, prometió un gobierno de reformas. Uno de los ejes de su gobierno sería lo que llamó, desde ese día, la “paz total”. Como es costumbre en su retórica, no entró en detalles sobre el significado de este anuncio rimbombante. Durante las semanas siguientes el panorama se fue aclarando. La “paz total” es un ambicioso proceso con la intención definitiva de acabar con la confrontación entre el Estado y todos los grupos fuera de la ley. Entre esos grupos se encuentran la guerrilla marginal ELN, las disidencias armadas de las FARC, y las llamadas Bacrim (bandas criminales de toda índole). Para lograrlo nombró a un experimentado grupo de negociadores. Las conversaciones con el ELN, por ejemplo, empezaron muy pronto en México y ya van en una tercera ronda. Pero desde su anuncio, la propuesta fue criticada; por su costo y complejidad en un primer momento. Pero, sobre todo, porque es obvio que no se puede negociar de la misma manera con una guerrilla política que con un grupo criminal dedicado al narcotráfico.
Al mismo tiempo que la “paz total”, el gobierno inició una serie de reformas monumentales: a los sistemas de salud, pensiones, tributario y político. No era difícil prever que ningún gobierno tiene la capacidad de maniobra ni los recursos para llevar a cabo tantos cambios al mismo tiempo. En efecto, desde su elección, el gobierno se ha encontrado con todo tipo de trabas para que sus iniciativas sean aprobadas por el legislativo. La semana pasada, el presidente despidió sorpresivamente a casi todos los secretarios de su gabinete por no lograr resultados. Cortó las alianzas con los otros partidos políticos que lo apoyaban y que formaban una gran coalición. Y, durante las marchas del Día del Trabajo el 1 de mayo, dio un discurso enardecido en el que advirtió sobre una supuesta “revolución” si no se aprobaban sus cambios. Su actitud ha disparado todas las alarmas y, con razón, hace pensar que su gobierno puede ser más cercano al de Nicolás Maduro que al de Gabriel Boric.
De cierta forma, esto no es una sorpresa. Petro supuso que su condición de outsider le daría una ventaja en la negociación de la paz. Si bien ha formado parte del establecimiento político la mayor parte de su vida, el presidente jugó la carta de ser diferente a sus antecesores. Su pasado como guerrillero le daba la verdadera capacidad de acabar con los grupos armados. Pero esa ventaja nunca ha quedado clara. En parte porque Petro es un hombre inestable y difícil de leer. Un periodista que participó en la escritura de sus memorias –publicadas el año pasado– lo confirma: Petro no comenta sus planes con nadie, ni siquiera con su círculo más cercano. Es más: es posible que nunca haya tenido un círculo cercano. Un exsenador que fue su compañero en el congreso cree que el problema es más profundo. Según él, a Petro le cuesta distinguir entre la realidad y el deseo. Muchas veces cree que lo que quiere es lo que ocurre. Y, cuando los proyectos no se concretan, cae en un estado de profunda frustración.
Muchos de sus antiguos compañeros del M-19 (Antonio Navarro, Daniel García Peña) o del Polo Democrático (Carlos Gaviria, Jorge Robledo, Clara López) se han alejado. Los negociadores del proceso de paz con las FARC también han criticado su plan de paz. Incluso, el expresidente y premio Nobel de Paz, Santos, le ha pedido moderación. Hace unos años, Antonio Caballero escribió en su columna de la revista Semana: “Lo malo de Petro no es su teoría: sino su práctica. La que le conocimos en sus años de alcalde de Bogotá, de ineptitud y de rencor, de caprichos despóticos y de autosatisfacción desmesurada […] Su arrogancia, su prepotencia. Su personalidad paranoica de caudillo providencial, mesiánico, señalado por el Destino para salvar no solo al pueblo de Colombia de sus corruptas clases dominantes sino al planeta Tierra de su destrucción y a la especie humana de su extinción”.
Mientras tanto, a lo largo de Colombia siguen ocurriendo asesinatos selectivos a líderes sociales y excombatientes. Tampoco se detiene la violencia de la delincuencia común. Cualquiera está de acuerdo con la idea de alcanzar la paz y acabar la violencia que azota a Colombia. La pregunta es si la ambición grandilocuente de Petro y su “paz total” es la forma de llegar ahí. O tan solo un tropiezo más en el camino. ~