n plena guerra contra Ucrania, el pasado 31 de marzo Rusia dio a conocer su nuevo concepto de política exterior.Se trata de un documento de unas 9.000 palabras en el que refleja su visión del mundo postpandémico, sus intereses, sus objetivos y su manera de defenderlos y lograrlos. Es, desde 1993, la sexta ocasión en la que Moscú lleva a cabo este tipo de ejercicio y de su lectura se extraen matices considerables en comparación con el anterior, publicado en 2016.
Es obvio que en este tipo de documentos el redactor siempre trata de transmitir la mejor imagen posible de sí mismo, rozando en muchos casos la irrealidad con tal de presentarse como un estricto defensor de los derechos humanos y un sincero amante defensor de la paz y del orden internacional. Una posición que suele venir acompañada por el dibujo de un panorama internacional que sitúa al redactor como víctima principal de dinámicas que buscan su ruina y que, por tanto, le obligan a su pesar, a recurrir a la fuerza para frenar las amenazas que otros (no siempre claramente identificados) ejercen contra sus legítimos intereses. En esa línea, no hay nada nuevo en el texto difundido por Moscú, incluyendo el afán propagandístico propio de tantos otros documentos similares que suelen confundir adrede la paz con el mantenimiento de un determinado statu quo que le resulta favorable (y, por tanto, desfavorable a otros) y que entiende que el orden internacional basado en reglas sólo se debe respetar cuando sirve a los intereses propios.
En todo caso, su lectura sirve para detectar prioridades y cambios de énfasis en determinados temas y con respecto a algunos actores del escenario internacional. En este caso, Rusia se ha decidió ya a jugar abiertamente la postura victimista, apelando a una rusofobia de trazo grueso que identificaría al “Occidente colectivo” como su principal promotor con la declarada intención de eliminar a Rusia del mapa en el marco de una guerra híbrida que tiene a Washington y a Bruselas al frente. Una postura que, más de un año después del lanzamiento de su invasión sobre Ucrania –a la que sólo se cita en una ocasión– lo presenta como agredido y forzado a emplear la fuerza.
Precisamente es en relación con ese Occidente que ahora presenta como si fuera un actor homogéneo y con una misma agenda en el punto en el que se aprecia un giro más significativo.
Si en la versión de 2016 se apuntaba a la conveniencia de profundizar la cooperación con la OTAN y con la UE y sus países miembros (aunque en el fondo era inmediato entender que se pretendía romper o debilitar el vínculo trasatlántico y fragmentar a los Veintisiete), ahora ese mismo Occidente es percibido como netamente hostil (y, de paso, depravado y decadente como resultado de una imparable pérdida de valores tradicionales). Y al cargar las tintas de ese modo acaba perdiendo fuerza su llamada a la necesidad de reequilibrar un orden de seguridad continental que, efectivamente, se ha ido deteriorando desde el final de la Guerra Fría y que sólo puede ser efectivo si incluye a Rusia.
A partir de ahí, el documento pasa a concentrar la atención en otros escenarios, tratando de mostrar que Rusia no está sola, sino que dispone de alternativas tanto en relación con el “Sur global” –con referencias específicas a América Latina, África y el mundo islámico– como con China y la India. Se trasluce en ese punto un claro interés por consolidar algún tipo de marco internacional alternativo, fuera de la órbita de Washington, no sólo en el ámbito militar sino también en el económico. Aun así, no queda claro si Rusia se atreverá a reclamar la posición de liderazgo de esa hipotética alternativa a la hegemonía estadounidense o si permitirá que sea Pekín quien lleve la voz cantante.
Por otro lado, parece no reparar en el hecho de que, a la hora de atraer a posibles socios, hoy por hoy, lo único atractivo que Moscú puede ofrecer a sus potenciales aliados es hidrocarburos (en un mundo que se encamina hacia la transición energética), armas (justo en un momento en el que el rendimiento de las que está empleando en Ucrania hacen a Moscú menos atractivo como suministrador frente a otros competidores) y mercenarios (escasamente fiables como protectores).
En resumen, el documento parece más bien un ejercicio de autosugestión en el intento por mantener una imagen de superpotencia –un concepto que sólo tiene sentido en la medida en que Rusia es la mayor potencia nuclear del planeta–, como si no estuviera sufriendo un serio revés en Ucrania, al tiempo que ve disminuir su población sin haber logrado ninguna posición relevante en los mercados internacionales (al margen de los hidrocarburos). Es lógico que Moscú rechace la hegemonía occidental (estadounidense), pero su pretensión de liderar a quienes comparten ese sentimiento en muchas regiones del planeta carece de bases mínimamente sólidas para ir más allá de una mera ensoñación onanista.